miércoles, 22 de julio de 2015

Los Ayeres

                                                            


                                  Por cualquier lado que se le mire, Luvina
                                  es un lugar muy triste.                                        
                                  Para Juan Rulfo: In Memoriam   



Siempre pensé que Luvina era el nombre de una mujer. Pero lo que nunca imaginé es que se trataba de una mujer vieja, ajada y llena de resquebrajaduras.

Me lo advirtieron en la plazuela de Santo Domingo de los Afligidos: ¡No vaya para Luvina, es un pueblo maldito, habitado por almas rencorosas que nunca salieron del Purgatorio!

Esa mañana nadie me quiso acompañar por el camino que llevaba al pueblo, solamente me lo señalaron con el índice, se persignaron presurosos y me dieron la espalda. Ni siquiera se dignaron venderme un burro. Apresuré el paso con mi mochila a cuestas y una cantimplora con agua. El camino pedregoso, ocasionalmente estaba bordeado por biznagas o mezquites, pero después de unas horas apenas se miraban unos miserables hierbajos resecos por el sol inclemente. Inexplicablemente mi reloj de pulso se desquició, y el minutero giraba sin detenerse. Me imaginé que habían pasado varias horas y ya estaba cansado de caminar. Una bandada de urracas me distrajo, y al voltear, Luvina resplandecía en el desierto salino de la tarde.

Con dificultad llegué al borde del poblado que estaba solitario y perdido en el tiempo. Solamente las maromas giraban como locas porque ni viento había. Un calor insufrible parecía brotar de las cuarteaduras del suelo. Seguí caminando sin rumbo, adentrándome en ese caserío de barro que parecía detenido en el mismísimo hervor de la tarde. Llegué a lo que parecía ser la iglesia, no tenía puertas ni ventanas, ni santos había, ni cruces, ni techo ni nada. Me arrinconé en una esquina y me puse a rezar la única oración que me enseñó mi madre: San Atanasio bendito cuídame. Protégeme de las acechanzas del maligno…Me quedé dormido sin darme cuenta. Cuando desperté ya había anochecido, únicamente se escuchaba el aullido lejano de los coyotes cimarrones y el ulular de las lechuzas inmóviles. Comenzó un vientecillo apenas, un aire que olía como a sudores viejos. Entonces se escuchó un lamento de mujer, tan profundo que se me erizaron los pocos pelos que tenía en los antebrazos. Me levanté como petardo y siguiendo las paredes con el tacto caminé hasta la salida. En la penumbra se distinguía claramente una hilera de sombras que caminaban lentamente con un pocillo en una mano, y en la otra una veladora encendida. Me acerqué decidido a ellas, pero al llegar se disolvieron en la nada, solo sobrevolaba el tizne y la polilla de los maderos carcomidos. Me fijé muy bien y en el suelo encontré un escapulario que tenía cosida de un lado la foto de una niña muerta, acostada en un petate y rodeada de flores pobres del desierto. Sin pensarlo dos veces me lo coloqué en el cuello, y seguí buscando a esas mujeres enrebozadas que murmuraban entre dientes un rosario sin fuerza.

No las hallé por más que puse toda mi habilidad, quise regresar a la iglesia, pero perdí el camino. Quería resguardarme porque el aullido de los coyotes se oía más cerca. Descubrí una casucha de adobe que aún permanecía en pie con un portón desvencijado. Me encerré y busqué donde esconderme, encontré un tapanco, me subí rápidamente y me cubrí con unas pacas de olote. No era miedo, pero empecé a sudar un agua rancia como de podridero y una tristeza que me llegaba hasta los huesos. El portón se abrió, y el rosario de voces entrecortadas se escuchaba más nítido. Una mujer joven pero de mirada vieja, completamente vestida de negro se acercó a mí, me extendió los brazos y me jaló a sus pechos turgentes.

Dos arrieron fueron a buscarme de día, después de recorrer Luvina de norte a sur. Me encontraron tirado en la plaza, reseco, con la piel amarilla pegada a los huesos como los biliosos, sin ojos, sin sexo, y estrangulado con el escapulario de la niña muerta.

 José González Gálvez

Abril de 2015



Así es Luvina





Allá el aire es caliente, golpea como brazas de comal con remolinos de polvo, así como cenizas agitadas y brotes de chispas invisibles,  encandilando los ojos ya nublados por tolvaneras de recuerdos plagados de fantasmas.

El sol calienta sin misericordia en el día y por la noche la frialdad penetra hasta los huesos con una terrible sensación de desamparo,
que vislumbras traspasando las ramas secas de los arbustos, en una danza acompasada por las notas del olvido.

En Luvina se anida la tristeza, se respira la añoranza que sucumbe al aroma penetrante de amores añejos, se ensordecen los sentidos con el lúgubre tañer de campanas rotas presagiando  la desolación de los muertos, al cobijo de las noches que la luna se niega iluminar.


Angélica Carmona

Marzo 2015


Recepción al Infierno


                                                    In memoriam de Juan Rulfo

¡Qué quee!!!   ¿Qué va usted hacia Luvina?
Ay amigo, no sabe lo que dice. En Luvina no hay nada qué ver, ni qué hacer.
Es un pueblo muerto en vida, refundido en lo más alto de una montaña, totalmente abandonado por las autoridades; vamos,  alejados de la mano de Dios. 

Todo en él es gris, negro, tan negro como la noche. Ahí hace un calor endemoniado y soplan todo el día unos ventarrones, que aunado a la escasez de lluvias hace que la tierra se seque, se desquebraje y se desmorone como castillo de arena, ahí no verás ni una maldita planta que le dé vida al ambiente; vamos, casi casi es la antesala del infierno.

La gente deambula por sus calles con la cabeza gacha, parecen ánimas en pena, tal vez intentando inútilmente expiar sus culpas. Aquél es un lugar moribundo donde sólo se escucha el silencio de la soledad.

Cuando nace un crio; si es niña, ya se fregó porque deberá permanecer siempre al cuidado de sus mayores; si es niño, apenas deje de mamar y pueda agarrar una pala, se va a trabajar al otro lado; pero eso sí, hay que reconocer que sus ombligos los tienen bien enterrados, porque siempre regresan para llevar provisiones o para dejar cargadas a sus mujeres, aunque nunca falta uno que otro cabrón que se olvide de hacerlo.  

Verás a los viejos sin fuerzas, sin esperanzas, esperando que Dios se apiade de ellos y termine de una vez por todas con su cautiverio;  y a las  pobres mujeres de cuerpos flacos y secos, cubiertas de un polvo gris, tan gris como su propia existencia cargar cada una la pesada cruz que les tocó llevar en el  viacrucis de sus vidas.

__ Bueno, ¿por qué si es tan feo no se van de allí?
Porque dizque ¿quién cuidará de sus muertos?  
¿Que si conozco Luvina? ¡Claro que lo conozco!
Por eso le digo que no vaya, que no se arriesgue, para que no termine como esos viejos… ¡bien jodido!     

Ojalá alguien me hubiera dicho lo que yo a usted, porque de haberlo sabido a tiempo… ¡Ni madres que hubiera yo subido!
Ana María Huerta Ramírez
Marzo 2015