Aunque se llama Wendy, le decimos Mary; nadie sabe cuándo llegó al poblado pero si las razones que la trajeron a este rincón tan apartado de la ciudad; no habla con nadie, siempre saluda, pero no se detiene a platicar como nosotras; es tan blanca que pareciera que nació de un rayo de luna. Su figura delgada, el cabello recortado y su saco verde la hacen diferente y provocan que la imaginación de los pobladores no tenga límite, todo mundo se pregunta cuántos años tendrá de vivir en estas tierras.
Ella nos pidió que le dijéramos María, pero nosotros le llamamos Mary, tal vez porque no encaja en las Marías de este pueblo.
Mary se levanta de madrugada como todas y temprano sale a buscar leche y masa para el almuerzo, el suyo, porque no tiene marido; bueno, por ahí dicen que si tiene y que se llama Jacinto; yo no recuerdo haberlo visto y eso que aquí nací.
Dicen que fue hace años, más de lo que lleva el que los naranjos den fruto, que Mary conoció a Jacinto en la capital; ella iba de prisa, con su cabello corto, su saco verde y la mirada triste mientras avanzaba entre el gentío que se hace en el metro Pino Suárez. Era una muchacha con su mochila al hombro recorriendo el mundo, venía quien sabe de qué lugar.
En ese ir y venir se tropezaron, sólo fue un golpe ligero que hizo que sus miradas se encontraran y que llevó a un “perdone” de él, al que siguió un; perdonar tú, yo ir a Chapultepec ¿Tú saber? De ella.
Jacinto era muy guapo, de ojos muy oscuros, tez morena y aire de hombre de campo. La miró y le dirigió una sonrisa.
¿No eres de aquí, verdad? preguntó en inglés, que él había aprendido en uno de sus tantos viajes como ilegal a Estados Unidos; le acompañó con gusto, se encontraba arreglando un asunto de venta de cosecha de cítricos en SAGARPA y se dio el tiempo para ayudar a una extranjera en apuros.
A ese paseo siguió otro y otro más. Jacinto era un excelente guía y muy buen conversador; a su lado la vida y el tiempo pasaban deliciosamente. Al terminar la semana, sin mayor ceremonia Mary amaneció en su cama y se convirtió en su mujer, aprendió a tortear, a revolver los frijoles y moler el chile.
Pero la cosecha no fue buena, las inundaciones habían diezmado la producción y lo obtenido no alcanzaba. El apoyo de SAGARPA nunca llegó, así que Jacinto decidió viajar nuevamente de mojado a las tierras del norte prometiendo volver, ahora con mayor razón.
De eso han pasado tantos años que se ha perdido la cuenta; de Jacinto no nos queda ni el recuerdo, aún así ella espera pacientemente. Aunque no hable como todos, convive con la gente del lugar, saluda, sonríe y retorna a su casa; sus pisadas se han hecho lentas y su rostro se ha surcado de arrugas; pero ella va y viene siempre con su saco ya descolorido y su pelo corto, no vaya a ser que Jacinto no la reconozca. Y no importa que esté lloviendo o sea de noche, ella deja la puerta sin tranca, por si algún día regresa, él compruebe que su María, su mujer, le está esperando.