domingo, 21 de abril de 2019

DESAPARECIDA EN VERANO


La soltó de su mano. En la carretera los árboles se enlazaban formando un túnel dantesco. Aprovechó segundos de su distracción para dejarla entre los pasillos del departamento de ropa. Apuró el paso hacia el estacionamiento. Encendió el auto y condujo a prisa. En el almacén ya habrían voceado la presencia de la nena deambular. Imaginó sus ojos verdes ahora rojos y anegados. Detuvo de pronto la marcha en el acotamiento de la carretera y meditó. Pero no renunció al plan. Laila esperaba en el cubículo de la gerencia. Paciente y con la seguridad de que Amelie regresaría por ella. Le preguntaron su nombre. Respondió. Le preguntaban si tenía miedo. Laila negó con la cabeza.   

Monstruoso, para quien no conozca los motivos. No estaba mal de sus facultades. Solo harta. Y esa era su mejor coartada. Amelie y Laila salieron de casa. Amelie perdió a Laila y luego de buscarla se encontraron. Te dije que no te movieras. Iba al probador. Pero como siempre no me haces caso. Diría de todo a todos a costa de que le creyeran.

Entró y se dirigió al estudio. De una gaveta de doble fondo extrajo el revólver. Antes encendió un cigarrillo y miró la silueta de humo subir y disolverse. Acto seguido, se puso el cañón de la pistola junto al labio fosforescente. Se sentó a esperar al hombre. El hombre la acechaba. El hombre que tiempo atrás la había arrebatado del calor materno estaba de regreso.

Lo citó a las dos en el chalet. Sabía que el hombre tenía que llegar. La historia no volvería a repetirse, jamás. La había seguido hasta el colegio. Y desde la reja elogió sus ojos verdes y le rozó las mejillas con las yemas de los dedos. Te he dicho mil veces que no hables con extraños. Eso malo. Pero él es bueno, había respondido Laila. Me regaló un caramelo y prometió que me contará el cuento de los gusanos.

Experimentó la misma opresión en el pecho. El hombre le acariciaba la rodilla mientras dormía. Se repetía la tortura. El castigo a su desobediencia. El cuento de los gusanos: «Y cuando reptaron a los ojos, los gusanos entraron en un nuevo éxtasis, el verde de los ojos de Amelie era tan ceremonial que haberlos devorado había sido un premio a tantos días de ayuno».

No le quedaba más que acurrucarse bajo la sábana. A esperar el amanecer. Hasta que un día Amelie, a sus quince, decidió escapar, desaparecer en verano, y volver a los brazos de su madre que desde hacía mucho se había resignado a no volverla a ver. En cambio, al fin libre, Amelie creyó que no volvía a encontrarse con el hombre.

Y el viento arrojó exasperado una rama de buganvilias contra el cristal de la ventana. Desde ahí contempló la llegada de su hija en un sedán. Bajó primero y detrás de ella, él. La nena sujeta a la mano del hombre que le había convidado un caramelo. El rostro de Amelie se llenó de horror mientras el verde de los ojos de Laila irradiaba inocencia.




Martín Cruz Alegría
Abril de 2019