martes, 18 de agosto de 2020

PRIMERA VEZ

 


—Despacio— dijo Karina y apagó la luz. Intenté ver su tierna desnudez. Fracasé. —Despacio— musitó Karina mientras acercaba sus labios a mi oído. —Despacio Francisco, despacio—. Entonces hundí de golpe la filosa hoja hasta el fondo de su dulce corazón.

 

Francisco Uscanga Castañeda.

TODO DE TI

 

viernes, 14 de agosto de 2020

TALLEREANDO

 TRABAJOS QUE SURGIERON EN LÍNEA COMO RESPUESTA AL “PIE FORZADO” DE UNA FOTOGRAFÍA DE FLOR GARDUÑO.


DELIA HABLA CON LAS FLORES…

 Describo primero el camino que Delia recorre cada día en este pueblo viejo, un camino que es más polvo que arena, un lugar perdido, sin agua y sin viento; caminar es un infame castigo y los que ahí se quedaron a vivir no recuerdan ningún momento feliz que mate el hastío. Delia baja la cuesta ligera, siempre apresurada para ganarle tiempo al sol, debe regresar antes que éste se oculte. Cuando ella regresa es distinto, camina lento, a pie forzado, con la canasta gigante sobre su pequeña cabeza llena de floripondios, cientos de hermosas flores blancas que le dan mucho peso a la canasta. Felipe su hermano menor las llevará temprano al mercado para tener el sustento diario. 

     A Delia la conocí recién llegada a Mitla, era una infanta de cuatro años que apenas pronunciaba palabra. Conmigo aprendió el castellano y poco a poco su familia me la confió para educarla como en las grandes ciudades. Me había animado a aceptar una plaza de maestra rural en ese lejano espacio, y desde mi llegada, el respirar se me hizo complicado, imaginé que había llegado al purgatorio, las altas temperaturas eran de veinticuatro horas, de tal suerte que no podía dormir, por ello creo que no me saqué la lotería. Delia se convirtió entonces en mi motivo y razón vocacional y los resultados fueron maravillosos porque ella era muy inteligente y me hizo sentir orgullosa por mi trabajo. 

     Ahora describo a Delia: es delgada, pequeña de estatura, de piel gruesa y color marrón, disciplinada, trabajadora, educada, prudente, silenciosa, de las mujeres que no se amedrentan. Sus ojos son grandes y brillantes, solo que no sabe llorar, las lágrimas no le fluyen porque la vida no le dio posibilidad de hacerlo. Con diecisiete años ya no es la misma. Sus padres murieron hace tres y desde ahí dejó de sonreír, lleva en su espalda la responsabilidad de su hermano Felipe y sin dote, aquí no tiene futuro. 

     Desarrolló las competencias que cualquier escolar de secundaria desearía tener, aunque para ella ese nunca fue su propósito, en realidad era el mío. Su mayor fortaleza fue el gusto por la poesía, memorizaba rápido y era selectiva con los poetas clásicos y modernistas. 

     La observo diariamente y sé que ese camino que recorre le libera el alma, sus manos fuertes curtidas por el trabajo de campo y tanto sol, tocan sutilmente cada una de las flores con las que habla, y con su movimiento intermitente pareciera que las flores algo le responden, ella simplemente les recita; recita fragmentos amorosos a su diaria carga pesada. 

Edith González Marín

Julio 5 de 2020

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FLORES EN MI CABEZA

 

Vuelo, corro en el campo,

de su aroma mi piel se impregna.

Petricor despierta mis sueños;

las flores dan color a mis sentidos.

Distingo resplandor tras la montaña.

Me saludan golondrinas.

Pétalos se desvanecen entre mis dedos,

sus perfume recuerdan a la niña

descalza entre las espigas,

soltando carcajadas,

platicando con las ardillas,

descubriendo horizontes

y saboreando las delicias

de la fruta más preciada.

Flores en mi cabeza,

que destruyen las tristezas,

recuerdan alegrías.

Caminatas por el río:

inocencia sin igual,

maravillas de la vida,

un tesoro universal.

Se detiene el tiempo

cada vez que te veo, niña,

en ese espejo con flores en mi cabeza.

 

Ana Leticia López Córdova

Abril de 2020

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LA TURBA

 

Llamaré Teresa Aldecoa a quien el dedo acusador tildó de manzana de la discordia. Ocurrió a pleno sol en la primavera del noventa y seis en San Martín, según refiere el relato de Zulema Cantú (a la que nombro así más por ingenio que por discreción) mientras pasaba inadvertida en lo insondable de la turba. 

     Calle arriba, en una casa a dos aguas con rejas antiguas, se oyeron los gritos. Tras abrirse el portón, Sonia Coronel ponía de rodillas a Teresa, la muchachita de rostro fantástico que a diario vendía flores en canasto. Ella apenas tenía dieciséis años, sin embargo, la vida no le había concedido la virtud del habla con la que posiblemente hubiese podido defenderse de sus crueles verdugos. 

     Teresa, huérfana con un abuelo en cama, era de piel morena, ojos color de almendra y sonrisa esplendente. Era bien sabido por todo San Martín que recorría los caminos ataviada de una túnica de manta y con un canasto en la cabeza repleto de floripondios, pero aquel día, el que ya he dicho, sus flores terminaron pisoteadas y la jovencita a merced de la cólera de Sonia, que cambiaba de un color a otro, de un gesto duro a otro más grotesco, sujetándola por el cuello de cisne a la vez que la víctima suplicaba clemencia con la mirada. 

     ¡Maldita perra! se le oyó gritar a la maestra Coronel, la de ojos bayos y lunar cerca de la nariz, herida profundamente por la traición de Teresa a quien tuvo la ocasión de abrirle la puerta de su casa, darle a beber un vaso con agua, servirle comida fresca y a veces entregarle ropa de la que dejó a medio usar algún familiar cercano. 

     ¡Maldita ladina!, y la saliva de Sonia salpicaba el rostro horrorizado de la muchacha indefensa, humillada, con las rodillas quemándose en la tierra, aquella tierra oscura parecida a un trozo de carbón hirviendo. Así que la maestra, en días buenos sacaba a flote su cariño, en los momentos turbios dejaba al descubierto su implacable demonio interior. Entonces, de un afilado rasguño, arrancó la ropa de Teresa Aldecoa, que osó cubrirse en posición de feto, pero le fue inútil porque en el siguiente arañazo, cual animal enfurecido, Coronel le quitó el sujetador que cubría sus senos incipientes. 

     De modo que la gente comenzó a rodearlas, a mostrarse interesada, el lunar de morbosos se tornó del color de la turba, y en medio de aquel sol abrasador, soliviantaron el castigo para la vendedora de flores. Semidesnuda, contó Zulema, la mártir fue llevaba a un poste de luz, amarrada de manos y azotada con un cinturón por una segunda mano despiadada que se unió al castigo. 

     La mala fortuna de Teresa no fue haber nacido en el desamparo, ni vender flores en canasto, sino a su edad poseer una simpatía única capaz de atraer a cualquier hombre rapaz y causar la envidia de las esposas y solteronas. 

     Días previos al asesinato, Sonia Coronel tanteó que su marido, Eleazar Oviedo, se traía algo entre manos. En todo caso, Oviedo aprovechaba la ausencia de Sonia en casa para meter en las sábanas otra mujer. La cama desecha, el olor a un perfume empalagoso que no era el suyo y alguna prenda íntima olvidada la pusieron en alerta. 

     El día que Eleazar le hacía el amor a la otra en la recámara, entró Teresa con su aire ingenuo, oliendo a sol, con la garganta seca. Al empujar la puerta, miró los cuerpos, la desnudez, el engaño. De inmediato la jovencita retrocedió y echó a correr, aunque antes de salir de la casa tropezó y cayó al suelo provocándose una herida en la mano. 

      Zulema continuó relatando: la mujer sujetó a Teresa Aldecoa para que no saliera de casa e inmediatamente la llevó a la habitación secando la herida de la jovencita con la sábana. Las flores regadas y la mancha de sangre en la sábana se le clavaron como alfileres en las sienes a Sonia que tuvo que tomar unas pastillas para tranquilizarse. Después de todo, Eleazar jamás cejó de elogiar la belleza natural de la joven vendedora de flores, incluso, en presencia de Sonia Coronel. 

     Más tarde, Teresa no negaría que la mancha de sangre en la sábana era suya. Difícilmente pudo darse a entender, difícilmente Sonia Coronel pudo entenderlo o lo entendió y quiso hallar un culpable. La sacó de la casa a rastras para ponerla en la picota, tal como eleva el cazador la cabeza de su presa en señal de triunfo.

     La turba enardeció y exigió el castigo más severo para Teresa luego de que Sonia a voz en cuello la acusara de ladrona mas no de mancillar su hogar metiéndose con un hombre casado. ¡Ladrona! ¡Asquerosa ladrona! Y esto más encendió las gargantas de quienes aprovecharon el frenesí para acusarla de la desaparición de alguna que otra bagatela. Cazuelas, ropa de los tendederos, animales de corral, fruslerías que venían ocurriendo en esos días por causalidad en San Martín. 

     Mientras tanto, Eleazar miraba desde la reja de la casa cómo Teresa Aldecoa, húmeda en llanto, sudor y sangre, no dejaba de ser mancillada sin que alguien o algunos hicieran algo para detener el odio de la gente. ¡Quémenla! Se oyó de nuevo decir desde lo impenetrable y avinagrado de la turba y enseguida se abrió paso un enano de rostro adusto para bañarla de queroseno. 

     Y el cuerpo de Aldecoa, su cuerpo púber e inerme, comenzó a arder, a consumirse como papel, como hojarasca, y las flores quedaron convertidas en polvo entre los pies de la muchedumbre sin entrañas.

     A quien he llamado Zulema Cantú en este relato, la única que conoce la identidad de la verdadera manzana de la discordia, jamás se sobrepuso a la enfermedad que la mantiene atada a una cama sin habla y sin movimiento y a la que sorprendió de un día para otro sin haber finalizado la historia. Ahora, años después, el sol primaveral entra por la ventana de su solitario aposento y le ilumina la cara quemándola como el fuego que arrasó sin piedad la piel morena de Teresa Aldecoa.

 

Martín Cruz Alegría 


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SUBLIME COSECHA 

A la llegada de los sofocantes días veraniegos, Murundanga aprovecha el alba y recoge en el jardín su cosecha de graciosos floripondios, de troncos lechosos y grandes hojas, con vistosos matices en blanco y rosa. Los riega con agua fresca y cristalina extraída del pozo cercano y ahí permanecen en la espera.

     Al caer la tarde los deposita en una canasta de mimbre tejido la cual rodea con sus robustos brazos. Inicia el recorrido por los estrechos callejones del pueblo atestados de paseantes que aprovechan la temporada vacacional. Ofrece con ellos atrayentes colores, sutiles aromas y para uno que otro osado, perfumes de melancolía, viajes inimaginables y sueños profundos, abismos de contemplación y muerte.

 

Margarita Lorenzana Nolasco


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