lunes, 28 de septiembre de 2020

MI FIEL MELANCOLÍA

 


ESTACIONAL

 


 Por primera vez desde hace tiempo

salí abrigada a ejercitar el alma,

el río amaneció tranquilo, oscuro, en calma

como la piel de una mulata adormecida.

 

Reverenció el otoño y sus excesos,

espero las lunas en menguante

la desnudez del árbol abatido,

transmutación cotidiana interminable.

 

Aguardo tu abrazo apasionado

que me venza como el viento enfurecido.

paciente esperaré el invierno

sobre el pentagrama

blanco y negro de la vida.

 

María Esther Balcázar Márquez

 

Imagen: Fotografía de Bernice Kolko  

MIÉRCOLES DE CENIZAS

 


jueves, 17 de septiembre de 2020

AGUA DE MAR

 


INGENUA

 


Eres como la violeta

que nacida al ras del suelo,

tímida y sencilla

se enamoró del sol;

él le regaló sus campos,

ella le dio su perfume

y ahora olvida de sus hojas,

se está muriendo de amor.

 

Panfilita Chee Reyes

ADIÓS COMADRE




El ring-ring del teléfono te saca del profundo sueño. Aun adormilada tomas el auricular diciendo un apenas perceptible —Bueno. Una voz vieja viola tu sueño en un torbellino confuso: —Tu comadre se está muriendo. — ¿Quién me habla? — ¿Cómo puede morir mi comadre si es tan joven?­—piensas viendo el reloj: son las tres de la mañana.

Pensamientos absurdos van cayendo en un plano más consciente hasta que reconoces la voz.  — ¿Que pasó Malena? ¿Que le pasa a mi comadre? ¿Cómo que se está muriendo si hace poquito estaba bien? —preguntas y te das cuenta del absurdo: como si estar bien hace poquito fuera un antídoto contra la muerte.

—Está en terapia intensiva con una neumonía— responde Malena con una voz sin vida, reflejando el dolor de saber a la madre de su nieta, tu ahijada, en grave peligro. Dicen que es coronavirus y que posiblemente no amanezca.

—Pero es muy joven y muy fuerte—, dices y nuevamente te das cuenta del  argumento, tan estúpido, como Si hace poquito estaba bien.

Algo se  endurece en tu pecho mientras Myrna te sonríe desde la fotografía que les tomaron cuando eran las mejores amigas y decidieron hermanarse haciéndose comadres.

La tristeza te ahoga, los recuerdos se atropellan; dices llorando —mi loca comadre, tan impredecible, tan llena de vida, tan necesitada de amor. Y tan inestable.

Un día no volvió a hablarte, ni a contestar tus llamadas. Era su cumpleaños. Después de la fiesta se distanciaron.

Parecía que Myrna alejaba a todas las personas que quería; como empeñada en guardar un rencor por algo que nunca compartió.

Ahora se está muriendo, lejos, irremediablemente sola, y te deja con el amargo dolor de no entender porque se va sin decirte adiós.

—Adonde vayas te perdono la última ofensa me haces al no poder decirte: ¡adiós comadre, estás media loca, pero te quiero!

 

 Marissa Hess

sábado, 12 de septiembre de 2020

SUEÑO DE ENSUEÑO

 


CASTILLO DE NAIPES

 



Quizá lo que diré a continuación sea algo de lo que me arrepienta totalmente en algunos años —quizá menos de lo que pienso—, pero son los riesgos del habla y hay que aceptarlos o callar para siempre. Antes que nada: ¿Cómo lograré seguir diciendo algo siendo consciente del carácter fugaz de la verdad? ¿Cómo lograr afirmarme como un hombre honrado mientras mastico un pedazo de pan envuelto en contingencia como si fuese una servilleta? ¿Qué vigencia tienen mis palabras? Y entonces me viene a la mente Horacio y su verdad a medias. En la oda 30 del libro 3 dice: «He dado sima a un monumento más perenne que el bronce y más alto que el regio sepulcro de las Pirámides; tal que ni la lluvia voraz ni el alquilón desatado podrán derribarlo; ni la incontable sucesión de los años, ni el veloz correr de los tiempos.» (Horacio, GREDOS, 2007, pág. 434) ¿Realmente podrá seguir soportando el veloz correr del tiempo? El sentido común nos podría indicar que su sentencia un tanto petulante es cierta. Horacio es un gran poeta, de eso no tengo duda; aquí la pregunta es: ¿cuánto tiempo más seguirá durando su monumento? y si ¿dicho monumento no quedará hecho cenizas con el pasar de los años? Aquí se tratar de especular, solo eso nos queda…

 

Recuerdo cuando leí por primera vez “El inmortal” de Jorge Luis Borges. Fascinado por imaginación y sus enigmas, porque en los cuentos de Borges se esbozan las más bellas y atroces preguntas de la condición humana, y ciertamente dan pie a otras no implícitas en sus textos. Cuando lo terminé me quedé toda la tarde pensando en lo que implicaría la inmortalidad, en el infinito tiempo que queda por delante. Pensé en el infinito por unas horas. En los posibles cambios del mundo, por el inevitable cambio de absolutamente todo. Pensé en los más celebres autores, en los más grandes y sus obras: Cervantes, Homero, Dante, Shakespeare y toda la lista de clásicos que perduran todavía en nuestra época. Pero pienso en un indeterminado número de años y un incognoscible número de cientos o millones o quien sabe cuántos posibles seres. ¿Qué podría pensar un ser de nuestra descendencia en tres billones de años? ¿Cuántos John Milton o James Joyce habrá en la historia de la literatura? Con un tiempo infinito, y suponiendo que la raza humana (o cualquier raza o tipo de ser que nos suplante) y la literatura pervivan, bien podrían ser también infinitos. Y sus nuevos héroes podrían sepultarnos a todos sin siquiera proponérselo; ya que el más ávido sediento de olvido es el tiempo. Y recuerdo a Roberto Bolaño en una entrevista diciendo algo así como «El sol se acabará imbéciles», al principio la risa y luego una inevitable reflexión. Si el sol y los grandes sucumbirán ¿Qué podría esperar de mis palabras? Realmente siento que construyo un castillo de naipes y veo como el aire de unas horas o días lo derriban.  Y aunque mágicamente llegase a ser un grande o mediano, tendría pegado en mi frente y obra una fecha de caducidad. Entonces me pregunto: ¿Para qué? ¿Por qué escribo palabras imperecederas que contienen ideas parciales y posiblemente erróneas?

 

No sería capaz de afirmar que Horacio y su recuerdo mueran en algún momento, es imposible para mí afirmar axiomas en estos momentos de mi vida, y para colmo no me alcanzan los días ni las horas para poder ver pasa con el poeta en billones de años. Y entonces entra en mi ser una sed insaciable, quiero beber de la misma fuente que Marco Flaminio Rufo. Quiero intentar soportar la crudeza de los años solo para observar como las ideas que hoy se nos presentan inexorables y verdaderas sucumben y como nuevas formas se alzan para volver a ser polvo. Pero no puedo, tengo que conformarme con vivir mi tiempo y seguir especulando a ciegas en este preludio a una noche eterna.

  

Quizá la vida no sea más que construir castillos de naipes en el aire, puentes de arena encima del mar. Tal vez parte de la condición humana sea ser como la palabra del niño de seis años, ese habla de cosas que le maravillan y que olvida para siempre a la hora de la comida. Esas palabras que han balbucido con restos de saliva se levantan para no volver jamás. Perdidas sus palabras en el tiempo fueron un sol naciente en su boca y un deleite incomparable en su piel. Duraron lo que dura un suspiro, pero dentro de ese suspiro quizá se esconda un infinito. Un verdadero tiempo sin relojes, un todo resguardado en un instante. Es en este instante las preguntas que deje flotando en el aire no se llegan a responder del todo, y me alegro, porque algunas cosas son más bellas siendo un enigma.

 

Samuel Osorio Ramírez

Viernes 4 de septiembre de 2020

 

VIGILIA COMPARTIDA

 


                                                                      Para Solange Vallet

 

Mírame con el abismo

azul de tu mirada.

Despliegue de artificios

ciclo visual que todo lo comprende.

Ahora llevo tu nombre tatuado

en el núcleo de mis huesos.

Es tu cuerpo cubierto

de esperma iridiscente

eructo interestelar de mis pulmones.

Arcángel

diáfana solicitud de vuelo.

 

José González Gálvez

 

VEINTIÚN GRAMOS

      


                             

Hace algunas décadas Chuniápan era una ranchería de cuarenta casas perdidas en la espesura de la selva de Santa Martha. Los añosos árboles a su alrededor proyectaban figuras fantasmagóricas durante las noches de plenilunio, dándole un aspecto lúgubre a este pequeño poblado de campesinos, olvidado por los gobiernos que iban y venían sin voltear a verlos.

Los perros en el pueblo se contaban por docenas y la crianza de gallinas y cerdos existía en cada choza, conviviendo con las familias del corral a la cocina y por todos los espacios habitables.

Como medio de transporte tenían un caballo que consumía el maíz de la milpa como cualquier miembro de la casa.

Cuando regresé a ejercer la medicina cuarenta años después, el pueblo seguía igual de pobre, sin luz y sin agua potable entubada. El monótono chirriar de las poleas del pozo se asemejaba al llanto que acompañaba a esta gente en su día a día.

Mi ilusión era ayudar a mejorar la salud de los campesinos a través de hábitos de higiene y programas de control natal.

Cierta noche en medio de una tormenta que parecía interminable, golpearon ruidosamente la puerta de mi casa, —doctora Lupita, doctora Lupita, se muere mi Chona, —dijo una voz entrecortada llevando a cuestas su desesperación y su impotencia.  Era Nicasio que chorreaba agua de lluvia por todos lados.

—Aquí traigo los caballos para que me haga favor de ir a verla, —imploró el marido de Chona.   Comprendiendo la gravedad del caso, me vestí a toda prisa y estuve lista con impermeable y botas de hule.

Montamos los caballos y emprendimos el viaje hacia El Salto, una ranchería cercana.  La tormenta no cesaba y los truenos hacían trastabillar a las bestias, que asustadas, avanzaban por las veredas apenas alumbradas en forma intermitente en cada destello del cielo.

De vez en cuando se escuchaban a lo lejos los aullidos de los coyotes.

Los lodazales despedían un olor agrio, a barro mezclado con excremento de animales; el andar de los caballos se hacía lento.

Después de una hora de camino, llegamos a la choza; la cera quemada y el humo de las veladoras dificultaban la respiración.

Llegué hasta el rincón donde yacía la enferma sobre un petate desgastado y mal oliente.

—Chona, Chona, ¿me escuchas?  —Le hablé fuerte al oído.

Chona no respondió, estaba agonizando.

Ella ya no necesita un doctor —dije con tristeza. —Vayan a buscar al sacerdote.

La Chona “está acabando”  —dijo una vecina desde el fondo de la habitación.

Los perros que se encontraban echados a los pies de la moribunda, se erizaron horrorizados. Todos gritaron  —¡Están viendo la muerte!

La gente palideció, lloraban desesperados e imploraban -- ¡Perdónanos Dios mío! Los perros aullaban lastimosamente, babeando y con los ojos rojos y desorbitados, mostraban sus afilados colmillos.

Chona había expirado

El humo asfixiante del copal, dio la nota fúnebre de lo que ya se presentía.

Las rezanderas recitaron como autómatas: “dale Señor el descanso eterno y brille para ella la luz perpetua”. 

Todo quedó en silencio… veintiún gramos flotaron en el ambiente.

El sacerdote nunca llegó.

 

Ma. Esther Balcázar Márquez

Junio de 2019

 

Imagen: Fotografía de Gertrude Duby 

POEMA DOLOROSO

 


XI

Astillas de uñas

encarnan los muros,

muros que retienen soledades,

soledades de vómito amarillo,

amarillo de noche interrumpida,

noche asediada de recuerdos,

recuerdos diamantados con tu nombre,

tu nombre, mancha de sangre,

sangre humedeciéndome los dedos,

dedos que añoran

la desnudez de tu vientre.

 

Óscar Dávila Jara

Imagen: Marco Rea

LAS COSAS EN COMÚN

 


Tenemos tantas cosas por hacer

Pero el amor creo que nunca

Te tengo pero no me tienes

Si me tuvieras otra historia sería

 

Tenemos tantas cosas en común

Pero ni tu ni yo el amor

Te amo aunque no estés loca por mí

Y eso es mejor a estar locos los dos…

 

Martín Cruz Alegría

 

DE LA NOCHE SOMOS

 


Caminábamos delicadamente,  y sutil la noche nos observaba, la brisa del mar nos acariciaba y nos sentíamos más vivos, más atraídos, más amorosos.

La noche era nuestra o quizás nosotros éramos de ella. Observábamos el muelle como un túnel por el que te adentrabas, mientras tu cabello bailaba el viento nocturno. Pude contemplar tu silueta delgada, el brillo oscuro que se desprendía de tu cabello. Éramos de la noche.

Y caminabas sin rumbo mirando al horizonte donde descansaban estelas de luz. Caminabas hipnotizada por el ruido del mar mientras te contemplaba, te pensaba, te admiraba.

 El rescoldo de tu recuerdo me queda, mientras observo como te sigues adentrando sobre aquel túnel oscuro, poco a poco hacía el abismo, donde tú ya no vuelves la mirada atrás, donde tu sonrisa a desaparecido, donde tus palabras se desvanecen con el tiempo, donde tus caricias se van alejando, donde tus besos se van borrando, donde antes éramos, éramos  de la noche.


 Emmanuel Parada Huerta

 

Imagen: Emmanuel Parada Huerta