No
quiero oro no quiero plata yo lo que quiero es romper la piñata,
cantaba con su bella voz mi tía mamá, acompañada de los jaraneros que
amenizaban la posada. Un grito de júbilo siguió al crujido del barro, víctima
del palazo que hizo saltar de la panza de la olla, tejocotes, mandarinas y
colación para regocijo de los pequeños, y de los no tan pequeños, gracias a las
monedas que tío Alfredo metió a la piñata y que tintineantes rodaban por el
suelo
Las tías, achispadas por el
ponche, nos urgían a pasar a la amplia estancia
dominada por un pino oloroso y
gigantesco, lleno de brillantes esferas multicolores que lanzaban reflejos de
las guías de lucecitas que rítmicamente prendían y apagaban. Con el aguinaldo ganado
en la piñata nos sentamos a oír los villancicos y las “naranjas y limas”
A los pies del gran árbol se
deslizaba una colina de oloroso musgo, llena de frondosos árboles, y palmeras
con cocos. En las faldas progresaba una espesa selva de paxtle, refugio de
algunos animales salvajes, se podían ver cuatro elefantes con la trompa hacia
arriba y tres leones caminando al lado de una cebra; más arriba en una cima
nevada de bolitas de unicel unos borreguitos descansaban en su corral. No lejos
de ahí embellecía el paisaje una de las cascadas de celofán despeñándose en una
amplia cortina que el rio llevaba a un sereno ojo de agua hecho con el espejo
del baño- en el que nadaban contentos algunos patos y tortuguitas, mientras un caballo tomaba agua en la orilla.
Siguiendo un caminito de
aserrín, bordeado de conchitas recogidas en la playa caminaban los pastores; un
pastor de hirsutos cabellos negros cargaba sobre sus hombros a la borrega
recién parida mientras la pastorcilla llevaba entre sus brazos al recién
nacido. Otros, pastoreaban un rebaño de dos o tres ovejas, y un pequeño grupo a
la vera del camino asaba, en una fogata de palitos y fuego de papel de china
rojo, un conejo que seguramente habían cazado la víspera. El caminito culminaba
en la entrada de una cueva…
De la orilla contraria se
desandaba una calzada de piedritas rojas que atravesaba un desierto de arena
del mar de Coatzacoalcos por el que un caballo, un camello y un elefante
cargados de preciosos tesoros, transportaban a sus prodigiosos pasajeros que
viajan siguiendo una brillante estrella, que detuvo su errática trayectoria
iluminando la entrada de la cueva, en cuyo interior podía yo ver un pesebre, en el cual una vaca y un burro daban calor a un
niñito desnudo, cubierto tan solo por pobres pañales. Hincados y en perenne
adoración estaban José recargado en su báculo y María con su luminosa mirada de
madre primeriza sonriendo al recién nacido.
Ya nació, vengan todos, ya nació -dijo emocionada mi
abuelita mientras nos apretujábamos para ver el portento que esperábamos con
amor.
De repente todos volteamos a
lo alto del pino: el alado heraldo que se mecía amarrado por la cintura, tocó
su gran corneta y con voz celestial nos anunció: Gloria a Dios en la Alturas y paz
en la tierra a los hombres de buena voluntad, dad al mundo la buena nueva esta
noche el niño dios ha nacido.
¡Feliz Navidad!
Marissa Hess
Un ingenioso y chispeante testimonio de las costumbres y tradiciones de nuestra lejana infancia que por fortuna aún se conservan en algunos hogares.
ResponderEliminarFelicidades Marissa