La soltó de su mano. En la carretera
los árboles se enlazaban formando un túnel dantesco. Aprovechó segundos de su
distracción para dejarla entre los pasillos del departamento de ropa. Apuró el
paso hacia el estacionamiento. Encendió el auto y condujo a prisa. En el
almacén ya habrían voceado la presencia de la nena deambular. Imaginó sus ojos
verdes ahora rojos y anegados. Detuvo de pronto la marcha en el acotamiento de
la carretera y meditó. Pero no renunció al plan. Laila esperaba en el cubículo
de la gerencia. Paciente y con la seguridad de que Amelie regresaría por ella. Le
preguntaron su nombre. Respondió. Le preguntaban si tenía miedo. Laila negó con
la cabeza.
Monstruoso, para quien no conozca los
motivos. No estaba mal de sus facultades. Solo harta. Y esa era su mejor
coartada. Amelie y Laila salieron de casa. Amelie perdió a Laila y luego de
buscarla se encontraron. Te dije que no te movieras. Iba al probador. Pero como
siempre no me haces caso. Diría de todo a todos a costa de que le creyeran.
Entró y se dirigió al estudio. De una
gaveta de doble fondo extrajo el revólver. Antes encendió un cigarrillo y miró
la silueta de humo subir y disolverse. Acto seguido, se puso el cañón de la
pistola junto al labio fosforescente. Se sentó a esperar al hombre. El hombre
la acechaba. El hombre que tiempo atrás la había arrebatado del calor materno
estaba de regreso.
Lo citó a las dos en el chalet. Sabía
que el hombre tenía que llegar. La historia no volvería a repetirse, jamás. La
había seguido hasta el colegio. Y desde la reja elogió sus ojos verdes y le
rozó las mejillas con las yemas de los dedos. Te he dicho mil veces que no
hables con extraños. Eso malo. Pero él es bueno, había respondido Laila. Me
regaló un caramelo y prometió que me contará el cuento de los gusanos.
Experimentó la misma opresión en el
pecho. El hombre le acariciaba la rodilla mientras dormía. Se repetía la
tortura. El castigo a su desobediencia. El cuento de los gusanos: «Y cuando
reptaron a los ojos, los gusanos entraron en un nuevo éxtasis, el verde de los
ojos de Amelie era tan ceremonial que haberlos devorado había sido un premio a
tantos días de ayuno».
No le quedaba más que acurrucarse
bajo la sábana. A esperar el amanecer. Hasta que un día Amelie, a sus quince,
decidió escapar, desaparecer en verano, y volver a los brazos de su madre que
desde hacía mucho se había resignado a no volverla a ver. En cambio, al fin
libre, Amelie creyó que no volvía a encontrarse con el hombre.
Y el viento arrojó exasperado una
rama de buganvilias contra el cristal de la ventana. Desde ahí contempló la
llegada de su hija en un sedán. Bajó primero y detrás de ella, él. La nena
sujeta a la mano del hombre que le había convidado un caramelo. El rostro de
Amelie se llenó de horror mientras el verde de los ojos de Laila irradiaba
inocencia.
Martín Cruz Alegría
Abril de 2019
Muy buen trabajo Martín, lograr crear una atmósfera llena de horror. Te felicito.
ResponderEliminarJosé González Gálvez
Gracias
ResponderEliminarFelicidades, creador de controversias. Excelente
ResponderEliminarMartin eres bueno amigo.
ResponderEliminar¡Felicidades! interesante historia llena de suspenso.
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