RUMBO A LUVINA
Todos se dirigían a Luvina con esa rigidez de un sentenciado a muerte. Desde aquí a diario los veía pasar. Los fuereños escalaban esa loma en busca de oportunidades. Sin excepción todos volteaban hacia atrás como dudando y después de unos minutos se convertían, no en estatuas de sal, sino en zombis aletargados por alguna maldición insospechada. Después, encandilados por el sol continuaban su ascenso interrumpidos tan sólo por los resbalones que les propiciaban nuevas heridas.
Todos se dirigían a Luvina con esa rigidez de un sentenciado a muerte. Desde aquí a diario los veía pasar. Los fuereños escalaban esa loma en busca de oportunidades. Sin excepción todos volteaban hacia atrás como dudando y después de unos minutos se convertían, no en estatuas de sal, sino en zombis aletargados por alguna maldición insospechada. Después, encandilados por el sol continuaban su ascenso interrumpidos tan sólo por los resbalones que les propiciaban nuevas heridas.
Yo continuaba allí, en esa mecedora destartalada que era testimonio
del tiempo y la agresividad del lugar. Esa rutina era el bálsamo para no
enloquecer, al menos la vista se deleitaba con la expresión de asombro de todos
los que por ahí pasaban. El silencio era también buena estrategia para evitar
notoriedad… “dime de que hablas y te
diré de que adoleces”, mi abuelo lo repetía como mantra para validar su
espíritu callado que tantos problemas le ahorró y que yo quería practicar para
ocultar mis temores. Después de las tres de la tarde empezaba a soplar un
viento frío, que al paso de las horas se convertía en aullido de terror. Las
tolvaneras pasaban por mi puerta como avisando que se dirigían a Luvina. Allá
se transformaban en ráfagas que tal vez se llevaron a todos los que jamás pudieron
regresar.
Nunca fui bueno para escuchar, no toleraba ese sonido
uniforme que taladraba los oídos. Una larga conversación me provocaba alteraciones
indescriptibles. Era como estar en un avispero, las palabras que fluían sin
control se acumulaban desordenadamente en mi cerebro y… so pena de golpear al
locutor, me obligaban a retirarme sin el menor gesto de educación.
Así pasó aquel día, con ese hombrecillo que llegó sediento y
que gentilmente le invité una cerveza; él acepto sin objeciones y se soltó a
hablar como “tarabilla”, con las ansias propias del que no ha visto gente en
mucho tiempo. Al principio por prudencia lo escuché, después me fui debilitando
y me arrellané en esa mecedora que ya les platiqué. No sé cuánto tiempo paso, pero
cuando desperté el hombre ya no estaba. Observé unas huellas y realmente
correspondían a esos botines de piel de víbora que él llevaba, iban en sentido
contrario, sólo podían ser de él porque nadie regresaba de Luvina, pero este
hombre sorprendentemente había retornado y debía ser por algo muy especial. Hice
memoria y me percaté que era el mismo que años atrás había pasado por ahí. Mi
esposa que aún vivía se atemorizó mucho al verlo y me dijo: “¡Las mujeres
tenemos un sexto sentido y ese hombre tiene una mirada perversa que no me gusta…
algo maligno hay en él!”, -luego insistió con impaciencia: “¡córrelo, que se
vaya rápido!”… Yo pensé: “¡mujeres quién las entiende!” luego lo apresuré para
que se fuera y él me fulminó con una mirada terrible y con un chirrear de
dientes muy difícil de olvidar.
Me quise levantar pero no pude, mis brazos estaban
completamente entumidos; yo sudaba y no podía pronunciar palabra alguna. Sobre
la mesa vi un frasco destapado y en mi pantalón un alacrán que me acechaba.
Comprendí la situación, el intruso había consumado su venganza. Mi fin estaba
cerca, recordé la frase de Lucila “¡Las mujeres nunca se equivocan!” El viento hizo su presencia como todas las
tardes, pero ahora se detuvo un poco más frente a mi casa. Yo me refugie en el
placer ambiguo de sentirme parte de su fuerza y juntos nos fuimos a Luvina por
esa loma que nunca quise escalar.
Lourdes Marín Ramírez
30 de julio de 2015
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