viernes, 2 de octubre de 2015

RUMBO A LUVINA



RUMBO A LUVINA

Todos se dirigían a Luvina con esa rigidez de un sentenciado a muerte. Desde aquí a diario los veía pasar. Los fuereños escalaban esa loma en busca de oportunidades. Sin excepción todos volteaban hacia atrás como dudando y después de unos minutos se convertían, no en estatuas de sal, sino en zombis aletargados por alguna maldición insospechada. Después, encandilados por el sol continuaban su ascenso interrumpidos tan sólo por los resbalones que les propiciaban nuevas heridas.

Yo continuaba allí, en esa mecedora destartalada que era testimonio del tiempo y la agresividad del lugar. Esa rutina era el bálsamo para no enloquecer, al menos la vista se deleitaba con la expresión de asombro de todos los que por ahí pasaban. El silencio era también buena estrategia para evitar notoriedad…  “dime de que hablas y te diré de que adoleces”, mi abuelo lo repetía como mantra para validar su espíritu callado que tantos problemas le ahorró y que yo quería practicar para ocultar mis temores. Después de las tres de la tarde empezaba a soplar un viento frío, que al paso de las horas se convertía en aullido de terror. Las tolvaneras pasaban por mi puerta como avisando que se dirigían a Luvina. Allá se transformaban en ráfagas que tal vez se llevaron a todos los que jamás pudieron regresar.

Nunca fui bueno para escuchar, no toleraba ese sonido uniforme que taladraba los oídos. Una larga conversación me provocaba alteraciones indescriptibles. Era como estar en un avispero, las palabras que fluían sin control se acumulaban desordenadamente en mi cerebro y… so pena de golpear al locutor, me obligaban a retirarme sin el menor gesto de educación.

Así pasó aquel día, con ese hombrecillo que llegó sediento y que gentilmente le invité una cerveza; él acepto sin objeciones y se soltó a hablar como “tarabilla”, con las ansias propias del que no ha visto gente en mucho tiempo. Al principio por prudencia lo escuché, después me fui debilitando y me arrellané en esa mecedora que ya les platiqué. No sé cuánto tiempo paso, pero cuando desperté el hombre ya no estaba. Observé unas huellas y realmente correspondían a esos botines de piel de víbora que él llevaba, iban en sentido contrario, sólo podían ser de él porque nadie regresaba de Luvina, pero este hombre sorprendentemente había retornado y debía ser por algo muy especial. Hice memoria y me percaté que era el mismo que años atrás había pasado por ahí. Mi esposa que aún vivía se atemorizó mucho al verlo y me dijo: “¡Las mujeres tenemos un sexto sentido y ese hombre tiene una mirada perversa que no me gusta… algo maligno hay en él!”, -luego insistió con impaciencia: “¡córrelo, que se vaya rápido!”… Yo pensé: “¡mujeres quién las entiende!” luego lo apresuré para que se fuera y él me fulminó con una mirada terrible y con un chirrear de dientes muy difícil de olvidar.

Me quise levantar pero no pude, mis brazos estaban completamente entumidos; yo sudaba y no podía pronunciar palabra alguna. Sobre la mesa vi un frasco destapado y en mi pantalón un alacrán que me acechaba. Comprendí la situación, el intruso había consumado su venganza. Mi fin estaba cerca, recordé la frase de Lucila “¡Las mujeres nunca se equivocan!”  El viento hizo su presencia como todas las tardes, pero ahora se detuvo un poco más frente a mi casa. Yo me refugie en el placer ambiguo de sentirme parte de su fuerza y juntos nos fuimos a Luvina por esa loma que nunca quise escalar.

Lourdes Marín Ramírez
30 de julio de 2015


SI VOY





De los  cerros  altos del rur,,
el  de Luvina es ell más alto
                                                                                 y el  más  pedregoso

                                                                Juan  Rulfo

-Mire mi estimado, yo creo que todavía está a tiempo de arrepentirse. A Luvina no llegas, naces allá y pa luego te vas. Ve ese pico calizo, allá es. Pura piedra porque sopla todo el dia  un viento caliente, como si viniera de la mismita boca del diablo, es un ventarrón sucio, que quema la tierra y la resquebraja, a veces es tan fuerte que arranca los tejabanes de las chozas. No crece ni un arbolito de sombra, ahí tristemente unas yerbitas escondidas trás las piedras.
-No mi amigo a Luvina no llegas, ¡te vas!
El joven aludido, limpiándose con el pañuelo el sudor negroso que le escurría por la frente, miró desolado al viejo que así le hablaba y que sólo detuvo su perorata para tomar un largo trago de cerveza, recargado sobre la barra de la solitaria cantinucha; se limpió la boca con el dorso de la mano y prosiguió inclemente:
 -Piénselo bien, un año es demasiado pa cualquier. Como le digo, el viento no para ni de dia ni de noche. Ja, le va a curtir la piel y se va a quedar todo reseco, como la tierra.
Hizo una pausa escarbándose el oído con su larga uña, para dar lugar al comentario del muchacho, que guardó silencio; se quitó la cerilla en la franela con que sacudía la barra y  prosiguió:
-Ustedes los de la suidá no están acostumbrados a las penas. Allá no hay agua pa lavarse, y el calor aprieta en mayo, aún así, se tiene que dormir  con las botas puestas, porque los murciélagos te chupan la sangre hasta por las patas. Ja, y ese vientecito es cabrón, se cuela por el culo o por la nariz al cerebro y te araña en los sentidos, como cuando se te mete una cucaracha al oído.
-¿Te acuerdas Chencha que a mi compadre Jacinto se le metió una vez una y se volvió loco del puritito ruido?
El muchacho secándose el sudor miró directamente a los ojos del hombre y dijo lleno de orgullo:
-Yo estudié medicina para ayudar a la gente y mi deber es realizar mi servicio social. ¡Quiero curarlos, que aprendan a comer bien, saludable, a que las mujeres no se mueran de parto y convencerlas para que no tengan tantos hijos!
-¿Ja y que van a comer? Allá -dijo señalando el pico blanco a lo lejos-, sólo mezquites y ratas de campo.
-Cuando regrese a su casa güerito, tan curtido del sol y del aire no lo va reconocer ni su madre que lo parió, de renegrido y flaco va a creer que le pegó la tisis.
-Eso si no lo mata  antes un cabrón. Pos sólo a usté se le ocurre que una mujer decente lo va a dejar curarle el parto. Los nacimientos los atiende la partera, si es niño le embarran el ombligo con la tierra blanca, pa que crezca juerte y regrese siempre cuando se vaya a trabajar pal otro lado. 
-Ja, pero si es niña, pos que diosito y la virgen la cuiden, si los encuentran, porque la iglesia desde endenantes que se le cayó el techo no tiene cura. Ya ve usté, ni eso tiene “cura” -dijo el hombre riendo dejando ver sus dientes separados y muy amarillos.
-Hágame caso, yo lo veo muy pollito, y pos con todo respeto creo que lo agarraron de pendejo.
Se escuchó a lo lejos el run run de un motor, el camión embarrado de lodo seco se acercaba, luciendo en el parabrisas un letrero despintado que decía LUVINA
El joven sacudió el polvo de su blanco pantalón y sacó unas monedas que puso en  la barra de madera, -quédese con el cambio. Tomó su maleta, hizo la parada y abordó el estribo.  Desde ahí con una sonrisa hizo al viejo cantinero un saludo militar.


Marissa Hess
Marzo de 2015