Rodeada
de sus nietos, Ella esperaba. La tristeza sólo se permitía aparecer, a manera
de relámpago en la mirada, en breves instantes del día. Alfredo, su “Gordo”, no
llamaba, y no aparecía.
A sus
cincuenta y tantos, se ocupaba de los problemas de sus hijas: madres solteras
con críos por formar. En esa tarea ella participaba decididamente, de manera
total: los furores del cuerpo no terminaban por apaciguar a las dos mujeres que
años atrás había parido. Ambas necesitaban un hombre que les vendiera la idea
de lo que ellas entendían por amor, alejadas de los hijos. Ella se resignaba:
había abandonado a un marido borracho y desobligado, cuando alguna vez intentó
golpearla. Armada con sartén en mano, lo sacó de su casa, de su lecho, de toda
posibilidad de vida marital. Y ejerció la independencia económica, o, como tan
elegantemente dicen hoy en día: se empoderó: trabajó de empleada doméstica,
intentó participar en política. Formó parte del ejército de mujeres del partido
oficial buscando un apoyo, mediante programa creado expresamente para ello.
Debía dedicar horas del día siguiendo y aplaudiendo candidatos. Alguna vez le
exigieron dar más tiempo y quedarse hasta tarde, la amenazaron con no incluirla
en el programa. Irritada, sólo preguntó: -¿Y quién va a cuidar a mis hijos?
Molesta, no volvió.
Las
habilidades culinarias aprendidas desde niña y heredadas de una madre distante,
la llevaron a elaborar antojitos que iba a ofrecer a la carretera. Así
crecieron sus hijos, y llegaron sus nietos. Y así llegó a su vida Alfredo, con
cuatro años de casado. Él era un hombre de carretera que le hablaba de: viajes
y lugares que recorría, problemas maritales y, por añadidura, se solidarizaba
con las necesidades de su familia. Un día, Él la invitó a acompañarlo en uno de
sus viajes, y ella, con la esperanza de nueva vida conquistada, aceptó.
-Yo no
me voy a quedar para siempre, mi Gorda- le decía. Ella fingía no oírlo. Lo
cuidaba, le arreglaba su ropa, lo curaba si enfermaba. Y sus nietos lo llamaban
abuelo, y Él los consentía con cenas sencillas.
Hasta
que un día no regresó y dejó de llamar. Entonces el cansancio dejó caer todo su
peso. Ella que soñó terminar sus días junto a Él. Su “Gordo” se distanciaba. Lo
imaginaba recorriendo carreteras. Pensaba que volvería decidido a quedarse,
agradecido por su devoción y adoptando a toda su familia.
Pero
no. Alfredo no volvía, no llamaba. Y todo dolía más: los problemas, los
malestares físicos, el desencanto de los hijos.
Alguna
vez Alfredo marcó su número y Angélica contestó. Después de esa llamada donde
hablaron trivialidades, se sucedieron otras tantas más. Pero jamás volvió a
sentir su presencia en el umbral de su puerta.
Dora
Berenice Paredes Acosta.
abril
de 2021.
Imagen:
Rafael Cauduro
Un texto devastador. La soledad atrapada en esa eterna mortaja que una moderna Penélope teje y desteje. Te felicito Dora.
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