sábado, 11 de septiembre de 2021

Penélope

 




 

Rodeada de sus nietos, Ella esperaba. La tristeza sólo se permitía aparecer, a manera de relámpago en la mirada, en breves instantes del día. Alfredo, su “Gordo”, no llamaba, y no aparecía.

A sus cincuenta y tantos, se ocupaba de los problemas de sus hijas: madres solteras con críos por formar. En esa tarea ella participaba decididamente, de manera total: los furores del cuerpo no terminaban por apaciguar a las dos mujeres que años atrás había parido. Ambas necesitaban un hombre que les vendiera la idea de lo que ellas entendían por amor, alejadas de los hijos. Ella se resignaba: había abandonado a un marido borracho y desobligado, cuando alguna vez intentó golpearla. Armada con sartén en mano, lo sacó de su casa, de su lecho, de toda posibilidad de vida marital. Y ejerció la independencia económica, o, como tan elegantemente dicen hoy en día: se empoderó: trabajó de empleada doméstica, intentó participar en política. Formó parte del ejército de mujeres del partido oficial buscando un apoyo, mediante programa creado expresamente para ello. Debía dedicar horas del día siguiendo y aplaudiendo candidatos. Alguna vez le exigieron dar más tiempo y quedarse hasta tarde, la amenazaron con no incluirla en el programa. Irritada, sólo preguntó: -¿Y quién va a cuidar a mis hijos? Molesta, no volvió.

Las habilidades culinarias aprendidas desde niña y heredadas de una madre distante, la llevaron a elaborar antojitos que iba a ofrecer a la carretera. Así crecieron sus hijos, y llegaron sus nietos. Y así llegó a su vida Alfredo, con cuatro años de casado. Él era un hombre de carretera que le hablaba de: viajes y lugares que recorría, problemas maritales y, por añadidura, se solidarizaba con las necesidades de su familia. Un día, Él la invitó a acompañarlo en uno de sus viajes, y ella, con la esperanza de nueva vida conquistada, aceptó.

-Yo no me voy a quedar para siempre, mi Gorda- le decía. Ella fingía no oírlo. Lo cuidaba, le arreglaba su ropa, lo curaba si enfermaba. Y sus nietos lo llamaban abuelo, y Él los consentía con cenas sencillas.

Hasta que un día no regresó y dejó de llamar. Entonces el cansancio dejó caer todo su peso. Ella que soñó terminar sus días junto a Él. Su “Gordo” se distanciaba. Lo imaginaba recorriendo carreteras. Pensaba que volvería decidido a quedarse, agradecido por su devoción y adoptando a toda su familia.

Pero no. Alfredo no volvía, no llamaba. Y todo dolía más: los problemas, los malestares físicos, el desencanto de los hijos.

Alguna vez Alfredo marcó su número y Angélica contestó. Después de esa llamada donde hablaron trivialidades, se sucedieron otras tantas más. Pero jamás volvió a sentir su presencia en el umbral de su puerta.

 

Dora Berenice Paredes Acosta.

abril de 2021.

 

Imagen: Rafael Cauduro


1 comentario:

  1. José González Gálvez24 de septiembre de 2021, 19:50

    Un texto devastador. La soledad atrapada en esa eterna mortaja que una moderna Penélope teje y desteje. Te felicito Dora.

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