Yo, Agustín Cosme
Damián de Iturbide y Arámburu, me acojo a vuestra amistad y descargo mi alma
atormentada.
Entendí y compartí el desprecio con el que los
gachupines nos obsequiaban a los hijos del mestizaje, vuestros verdaderos
dueños. Os amé más cuanto más os esclavizaban. Cabalgué por los caminos de la
vida entre mi pasión y mi ambición; por la una apoyé el movimiento de Gabriel
de Yermo, y por la otra reprimí la conjura de Valladolid y serví a los realistas.
¿Qué me opuse a
Miguel Hidalgo por envidia? ¿Qué gobernado por mi ansia de reconocimiento
rechacé el cargo de teniente coronel? Para vos sólo la verdad ¿Cómo inclinarme
ante un hombre que por ceguera no cedió el mando a Ignacio Allende, a cuyas
órdenes, hubiera dedicado mi espada y mi valor? Sofismas o ingenuidad, los
movimientos del cura Hidalgo presagiaban el desastre del Monte de las Cruces,
donde serví bajo las órdenes de mi joven amigo el teniente coronel Torcuato
Trujillo, quien amablemente aceptó mis consejos, que valieron que el señor
virrey Venegas me nombrara capitán de la compañía de Huichapan del batallón de
Toluca.
La miel del triunfo
es tan dulce como amargos los desaires que me ofrecieron los insurgentes y me
lanzaron a los brazos realistas. Prosigo mi querida, mis espléndidas victorias
me valieron a los 30 años de edad las insignias de coronel y comandante general
de la provincia de Guanajuato. El ascenso al pináculo militar lo vislumbra
libre. Como jefe militar de Guanajuato organicé la vida comercial, intención
mal entendida por el obispo Antonio Labarrieta, quién me levantó infamias al
acusarme de monopolizar el comercio y que fingiendo expediciones del Real
Servicio, acaparé la venta de lana y azúcar para mi enriquecimiento personal.
Vergonzosamente fui destituido por malversación de fondos y abuso de autoridad.
Sonrió ante el recuerdo. Ellos si se enriquecieron a costa del hambre de la
plebe. Forzado por las circunstancias me fui a la ciudad de México, En este
gentil paréntesis se me inoculó el germen de tu libertad, crecía en mi interior
la idea de una nación unida en un solo ideal.
El 13 de noviembre
de 1820 el virrey Juan Ruiz de Apodaca escuchó mis ruegos y me designó
comandante General del Sur, me concedió el grado de brigadier y partí a
combatir a Vicente Guerrero, entonces me entere que se invitaría a un príncipe
Borbón para reinar en el país independiente. El tierno amor por vos se inflamó
en mis venas, Pobre Patria ¿un extraño mancillándote? Antes convencería a Vicente Guerrero de
unirse a un nuevo plan que conciliara tanto los intereses y posiciones de los
insurgentes como de nos. Guerrero y Ascencio infringían al ejército realista
derrota tras derrota, decidí pactar, no por cálculos mezquinos, era el momento
oportuno para unir las fuerzas de los patriotas en un bien común: tu
independencia. El 10 de enero le escribí una sentida misiva, invitándole a
unirnos en aras de vuestra causa.
Guerrero, conmovido
por mi sinceridad, ofreció militar bajo mis órdenes
El 4 de febrero de
1821, en Acatempan sellamos la paz con un abrazo que unió a los dos ejércitos
en la defensa de la religión, la unión y un país independiente: el orgulloso
Ejercito Trigarante, que bajo mi mando dio lugar el 24 de agosto de 1821 al
Imperio Mexicano, firmando el más humilde de vuestros lacayos y Don Juan O´Donojú,
a la sazón el último virrey de España
En septiembre, el
día de mi cumpleaños número 38, cabalgando al lomo de un hermoso corcel negro y
seguido de mi estado mayor, bajo un arco triunfal recibí el agradecimiento de
mis nuevos mexicanos, a los que arengué
«Mexicanos: Ya
estáis en el caso de saludar a la patria independiente como os anuncié en
Iguala; ya recorrí el inmenso espació que hay desde la esclavitud a la
libertad, yo os exhortó a que olvidéis las palabras alarmantes y de exterminio,
y sólo pronunciéis unión y amistad íntima...».
Que pesada soledad
la del triunfo. Mi suave patria os encontrabais bajo un yugo aun más tirano:
las fuerzas del poder, rencillas entre los que aspiraban a un gobierno
republicano y aquellos que comprendían que vos erais muy joven para el
autogobierno. El pueblo habló, gritó.
Permitidme regodearme en el recuerdo de aquel 18 de mayo de 1824, la
oscura y silenciosa noche irrumpida por el repique general de campanas, las
salvas de artillería y los gritos que q mis oídos eran dulce canción “Viva el
Libertador” «¡Viva Agustín de Iturbide!». Ese día memorable, a las diez de la
noche, el pueblo me proclamó emperador. Mi modestia me dictaba no ceder a los
votos populares, solicitando consideraran a personajes más aptos El congreso
protestó: "Se considerará vuestro no consentimiento como un insulto, y el
pueblo no conoce límites cuando está irritado. Debéis hacer este nuevo
sacrificio al bien público; la patria está en peligro. Así comprendiendo que yo
era el único con las prendas necesarias para dirigir tus primero pasos como
nación independiente, fui coronado Agustín I, emperador de México
La víbora de la
traición siempre estaba al acecho y aun en contra de los deseos expresados
sinceramente por el pueblo, los republicanos no cejaban en sus inescrupulosas
intenciones. Mi muy amada, vos sabéis de las veleidades del ser humano. De
Antonio López de Santa Anna, aquel que engrandecí, que no reparaba en llamarme
el «amadísimo general», «dignísimo y particularmente amado emperador» vino el
golpe brutal que me derribó sin darme tiempo de defenderme, Mi presencia en el país era un pretexto para
desavenencias. Mi memoria sería repudiada y odiada por esto, anteponiendo
siempre vuestro bien me expatrié gustoso y me dirigí a una nación extraña.
Mi destino se había
sellado, yo sólo soy por vos y regresé a morir. Frente al paredón, con los ojos
abiertos, la mano sobre el corazón os declaro que sí, Miguel Hidalgo y Costilla
es vuestro padre y Yo soy vuestra madre yo te parí, muero gustoso, porque muero
entre vosotros: muero con honor, no como traidor: no quedará a mis hijos y su
posteridad esta mancha: no soy traidor, no
Tu amoroso
Agustín I Emperador de México
Marissa Hess
Septiembre de 2013
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