Permaneció frente al
espejo más de lo habitual. Se sentía nerviosa y no sabía por qué. Cuando sus
hijas le llamaron para apurarla a salir, se vio por última vez y el espejo le
confirmó que estaba pulcra y a tono para ese paseo.
Marthita con casi
ochenta años nunca había estado en un lugar como ese, tan bullicioso, tan oscuro,
tan pequeño, tan cerrado. Su hija Elda le dijo que ahora les llaman “antros”. Sus
hijas habían preparado ese viaje a Querétaro con mucho entusiasmo para que
olvidara por completo la tristeza que la había invadido desde hacía varios
meses y la tenía en total depresión.
Desde que le dijeron de
esa salida aceptó de mil amores. No entendió qué era música de trova, pero no
importaba, solo dijo que sí. Cecilia, la menor, había contado varias veces lo
fascinante de esos lugares de diversión y en especial el consumo de mopets con tequila don Julio que a ella
tanto le gustaban. El espectáculo del cantante tan mencionado dio inicio y de
inmediato identificó varias de las melodías que se sabía al pie de la letra;
eran de su época. El trovador se acercó
a las mesas y en cuanto la vio concentró su atención en ella, primero porque era
la única de esa edad que llegaba a su show,
segundo porque cantaba con sobrada ternura, y obviamente la compañía de cinco mujeres
bellísimas y solas. El cantante se sentó en su mesa y le cantó al oído; pudo
ver el verde de sus ojos y el brillo intenso que solo el tequila fino puede
dar. Fascinada y coqueta asombró a sus hijas por esa actitud desconocida hasta
ahora. Ellas abrían los ojos y se tapaban la cara con ambas manos ¡Su madre era
otra! Originaria de Puebla, de una familia acomodada y chapada a la antigua, era
difícil imaginarla con esa nueva personalidad, muy distante de la dureza con
que las educó.
Llegada
la media noche, don Julio había hecho su magia. Martha y sus hijas jamás en
cincuenta años habían podido dinamizar de esa manera; chicas traviesas que solo
quieren divertirse. Todo había sido espontaneo y pensando en ella. De regreso
al hotel cantaron casi todo el repertorio de la velada, por supuesto desafinadas.
Marthita en ese inter se quitó los zapatos, se soltó el pelo encanecido que
unas horas antes había acomodado con un broche español divino, y gritó a todo
pulmón “Chófer apúrese. Me estoy haciendo pipí…aquí va a pasar un accidente”.
Sus hijas dejaron de cantar trova y rieron hasta desmayarse, su mamá era el
mejor show de esa noche. Al día siguiente,
todas se metieron a una frecuencia silenciosa y cómplice; nadie se burló de la
nueva Martha, por el contrario, con ello lograron conservar la sonrisa limpia y
ausente, un “estar contento” que en su madre era inusual… Así que ahora Querétaro
lleva el sobrenombre de “Don Julio”.
Edith
González Marín
30 de
enero de 2019
Una historia de vida digna de contar. Felicidades.
ResponderEliminarBella historia. Enhorabuena
ResponderEliminarFelicidades
ResponderEliminarBuena historia, esto nos lleva a darnos cuenta, que a veces vivimos en una burbuja de hábitos y al final no disfrutamos, por conservar apariencia. La salud mental es parte importante para sentirnos bien.
ResponderEliminarNarrativa bien estructurada. Es bueno recordar que "Las apariencias engañan".
ResponderEliminarFelicidades Edith me gusto, esta historia Martha y el verde de sus ojos, esto nos demuestra que aunque pasen los años seguíamos teniendo los sentimiento s a flor de piel y que al comentó de compartir de estar en un ambiente cómodo e inusual salen a flor de piel nuevamente felicidades linda historia en la que hubo complicidad de sus hijas
ResponderEliminarFelicidades amiga, grande por fuera pero de corazón joven, me gusto la narración y hasta me transporte...hiciste volar mi imaginación
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