DE SANGRE AZUL
Es un mastín
inglés cruzado creo que con caballo, -por su gran tamaño- y a veces pienso que
podía ser descendiente directo de su paisano Winston Churchill: gigantón, de cachetes
colgados y ¡le encanta fumar!
Como en
mi familia presumimos de monárquicos, habíamos tenido al King, al Káiser, y al Duque; pero cortos de diplomacia, a este
heredero de Albión le pusimos Zar.
En mi
pueblo, el Zar era más famoso que Pluto.
Los niños le gritaban “adiós Zar”, cuando por las tardes, caminaba detrás de mi
papá, hacia su encuentro diario con el dominó.
La mula de seis sonaba sobre la mesa
metálica, -propaganda de Carta Blanca-;
Zar entraba a la cocina, se hartaba de las sobras que le guardaban y salía contento
relamiéndose los bigotes pringados de sopa.
Echado a los pies de mi papá, reposaba la marea alcalina, -grotescamente
llamada mal del puerco-; entonces le
ponían un cigarro prendido en la boca y fumaba con ellos.
El día de
la boda de mi hermana, con un gran moño rojo a modo de corbata, solemnemente
acompañó al sacerdote en el altar; al ver la cara de terror del padrecito, mi
hermana le hizo una seña con la mano, y obediente como era, -el perro por
supuesto- se fue a echar sobre la cola de novia; por ahí andan unas fotos,
testigo de lo que les cuento.
En esos
tiempos sólo los ricos tenían coche con clima. Esto viene a colación porque el Zar
no podía ver la ventanilla de un auto abierta: dando un salto -seguramente
producto de sus genes equinos-, caía cual largo era en el asiento de atrás.
Al salir de la iglesia y sentirse abandonado,
miró rápidamente todos los coches cercanos y surcó de una zancada la distancia
de la banqueta hasta las piernas de tres amigas de mi mamá, que llegaron al
festejo nupcial con las medias hechas jirones.
También
era perro policía, verán: como mi mamá trabajaba en el palacio municipal, el perro
por las mañana la acompañaba y cuando veía correr hacia la patrulla a la poli –la buena poli de esos tiempos- se acomodaba junto al chofer. ¿Y los gendarmes?,
se preguntarán. Pues atrás, ya que no
había manera de hacerlo desistir de su misión detectivesca
A pesar
de su sangre azul –o quizá por eso-, era profundamente servicial. A las ocho de
la noche en punto le abrían la puerta de la casa de junto. El hijito de la
vecina no se dormía si no tomaba el biberón en el regazo del Zar. Inflamado de paternal
orgullo volvía a casa a tiempo de acompañarnos a cenar.
Mi papá
enfermó. Mientras dormía en su sillón
favorito su sueño de opio, para paliar el cáncer que le devoraba el estómago,
el perro no volvió a separarse de su lado. Un triste día caminó acompañando al
ataúd. Cuando volvimos a casa se echó junto a la poltrona de mi papá y puso la
cabeza en el asiento. Silencioso, su triste mirada reflejaba nuestros
sentimientos.
A la
mañana siguiente el Zar se fue de la casa. Nunca volvió. Seguramente continúa
viajando por todo el país saltando a la ventanilla abierta de un camión buscando
a mi papá.
Marissa
Hess
Junio de
2016