sábado, 3 de septiembre de 2016




RECLUTA


Recluta vino a mi vida en forma fortuita: a un militar que pensaba llevarlo en tren, no se lo permitieron, no era propio que el chango viajara con los humanos. Mis padres aceptaron quedarse con él y desde ese instante nos hicimos inseparables.
Al regresar de la escuela buscaba su compañía, le llevaba fruta y jugaba con él; realmente lo amaba.
Negro, peludo, con su larga cola y ojos negros y vivarachos como su temperamento, pues no se decidía a quedarse un sólo momento quieto. Bajaba por la balaustrada de las escaleras como un niño, sentadito con los brazos cogiéndose las rodillas, se deslizaba hasta la planta baja y repetía su juego hasta que se cansaba.
Un día decidí dar un paseo con él por la vecindad, pero me puso en grave aprieto, pues chillaba como loco y se les iba encima a las personas, quienes, a su vez, corrían despavoridas. Nunca lo intenté de nuevo.
Él dormía en la azotea y yo subía a entretenerme con él saltando de tinaco en tinaco (eran seis); esto a mí me encantaba como niña-changa que siempre fui.
El problema era Pepito, le tenía celos atroces y cuando yo abrazaba a Pepito, Recluta se ponía fúrico y daba volteretas de disgusto; así que yo, con la ternura de una niña de siete años, aventaba a Pepito y entonces Recluta saltaba hasta el tinaco donde me hallaba sentada, dando piruetas de contento, y yo lo recibía feliz.
No piensen que era despiadada y cruel con Pepito, lo que pasa es que mi bebé era de hule, como eran en ese tiempo los bebés, aparte de que tomaba su biberón y se orinaba y me tenía muy ocupada cambiándole los pañales que mi madre elaboraba para el pequeño.
Así era mi vida de feliz con Recluta hasta que llegó el día de mi desesperación, mi llanto y mi duelo. Una madrugada estuvo chillando agudamente y el velador no subió a la azotea a ver qué le pasaba. Amaneció ahorcado con varias vueltas de la correa alrededor de su cuello.
Quedó para siempre grabada en mi memoria la imagen de una pequeña niña llorando inconsolablemente, sentada con los brazos cogiéndose las rodillas en el piso del cuartito debajo de una mesa pegada a las paredes.

María del Pilar López González
Mayo de 1916


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