RECLUTA
Recluta vino a mi vida en
forma fortuita: a un militar que pensaba llevarlo en tren, no se lo
permitieron, no era propio que el chango viajara con los humanos. Mis padres
aceptaron quedarse con él y desde ese instante nos hicimos inseparables.
Al regresar de la escuela
buscaba su compañía, le llevaba fruta y jugaba con él; realmente lo amaba.
Negro, peludo, con su larga
cola y ojos negros y vivarachos como su temperamento, pues no se decidía a
quedarse un sólo momento quieto. Bajaba por la balaustrada de las escaleras
como un niño, sentadito con los brazos cogiéndose las rodillas, se deslizaba
hasta la planta baja y repetía su juego hasta que se cansaba.
Un día decidí dar un paseo
con él por la vecindad, pero me puso en grave aprieto, pues chillaba como loco
y se les iba encima a las personas, quienes, a su vez, corrían despavoridas.
Nunca lo intenté de nuevo.
Él dormía en la azotea y yo
subía a entretenerme con él saltando de tinaco en tinaco (eran seis); esto a mí
me encantaba como niña-changa que siempre fui.
El problema era Pepito, le
tenía celos atroces y cuando yo abrazaba a Pepito, Recluta se ponía fúrico y
daba volteretas de disgusto; así que yo, con la ternura de una niña de siete
años, aventaba a Pepito y entonces Recluta saltaba hasta el tinaco donde me
hallaba sentada, dando piruetas de contento, y yo lo recibía feliz.
No piensen que era despiadada
y cruel con Pepito, lo que pasa es que mi bebé era de hule, como eran en ese
tiempo los bebés, aparte de que tomaba su biberón y se orinaba y me tenía muy
ocupada cambiándole los pañales que mi madre elaboraba para el pequeño.
Así era mi vida de feliz con
Recluta hasta que llegó el día de mi desesperación, mi llanto y mi duelo. Una
madrugada estuvo chillando agudamente y el velador no subió a la azotea a ver
qué le pasaba. Amaneció ahorcado con varias vueltas de la correa alrededor de
su cuello.
Quedó para siempre grabada en
mi memoria la imagen de una pequeña niña llorando inconsolablemente, sentada
con los brazos cogiéndose las rodillas en el piso del cuartito debajo de una
mesa pegada a las paredes.
María del Pilar López
González
Mayo de 1916
Muy buen relato
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