LOS
ANCIANOS SABIOS
Bajó del
autobús en la loma para contemplar el pueblo. Con el título de Trabajadora
Social obtenido durante su reclusión, lucharía porque ninguna mujer padeciera
los usos y costumbres.
La vista de
la hacienda detonó los recuerdos.
Rosenda
Cheche llegó a la casa grande, se acercó al hombre que con dulces palabras la
desvió de sus deberes de buena esposa y le explicó la situación. Julio Cordero
sólo dijo -no es mi problema, te hubieras cuidado.
La
muchacha sintió la humillación golpearle el rostro, agachó la cabeza y dio la
vuelta. Embriagada por el licor del desprecio a si misma salió decidida a
enfrentar al destino.
Al entrar
al jacal encontró sentado a Juan Urbano, en el suelo de tierra, descansaba una
maleta destartalada, misma que había llevado un año antes, cuando decidió
probar fortuna en Estados Unidos y salió con mucho miedo, poniendo su vida en
manos de los polleros, por el sueño de una vida mejor.
Juan Urbano
regresó tan pobre como salió. Ansiaba volver a su casa, trabajar en la milpa,
comer frijolitos con su Rosenda. Sentir por las noches el cuerpo moreno que
abandonó a los dos meses de casado para “ofrecerle un futuro”, como
decía Jacinto, el compadre que lo puso en contacto con los traficantes.
Al verla se
levantó sonriente, extendiendo los brazos para abrazarla.
Ella de
golpe le soltó: –estoy embarazada.
Juan Urbano
se detuvo con los brazos abiertos, desviando la mirada al vientre de
Rosenda.
Toda la
furia acumulada en los meses de humillación con los gringos, el
abuso de las autoridades mexicanas, el desprecio de los que le regalaban cinco
pesos en la esquina de cada ciudad, encontró cauce de salida: cerrando el puño
le golpeó la cara. Ella rodó al suelo.
Juan Urbano
tomó su sombrero y salió a pedir justicia a los ancianos.
Rosenda se
limpió la sangre con el dorso de la mano, acomodó un mechón de pelo que cayó
sobre su frente y se acercó al fogón, atizando el fuego con un abanico de palma.
La campana
de la iglesia sonó, convocando a la población.
Los hombres
se hicieron uno con Juan Urbano, que sintió renacer su orgullo viril.
¡Que se
cumpla la ley!
Las
mujeres, encabezadas por la esposa del agente municipal entraron al jacal.
Sacaron Rosenda y en la placita, frente a la iglesia, hicieron un círculo e
iniciaron el rito ancestral que marca a la mujer que engaña al legítimo marido.
-Eres una
perdida, mujerzuela, puta, puta, puta -los insultos en castilla y
en náhuatl, se acompañaban de golpes con el puño, de cachetadas, y empujones.
Despeinada y sangrando por la nariz cayó al suelo, indiferente al dolor. El
primitivo instinto de supervivencia la hizo protegerse el vientre con las
manos. La golpiza no disminuyó la indignación de las mujeres. Rosenda
sintió escurrir algo caliente entre sus piernas.
Al fin
hartas de venganza, caminaron hacia sus viviendas, un paso atrás de sus esposos.
Cuando se
levantó, la sangre continuaba escurriendo por sus piernas. Entró al jacal, se
lavó, se puso unos trapos de los que usaba cuando le venía el mes. Caminó hacia
la pequeña clínica de salud del pueblo, que desde dos años antes no tenía
médico, por el riesgo de que los grupos armados que controlaban la región lo
secuestraran y lo mataran.
El gobierno
solucionó la situación contratando a doña Melquiades, la partera del pueblo,
que fue la única mujer que no participó en el castigo de la infiel.
Apoyó sobre
el vientre una abollada cornetita, pegó la oreja y escuchó los latidos
cansados; enseguida colocó sus manos sobre la panza y sintiendo la dureza de
las contracciones le dijo: -a este chamaco ya no lo detiene nadie, vas a parir.
Rosenda
apretó la orilla de la mesita, pujó con todas sus fuerzas y parió al hijo
bastardo que no lloró ni se movió.
–No va a
vivir -diagnosticó la partera.
El cielo
tuvo piedad y se desmayó. Al volver en sí, doña Melquiades le dio un te amargo,
-para cortar el sangrado -le dijo. Obediente se lo tomó y volvió a dormir, con
el sueño profundo e inquieto de los que han sufrido mucho. Durante dos días la
atendió, curando sus heridas y dándole cucharadas de caldo de gallina.
-Ya sangras
poco -dijo doña Melquiades-, puedes irte. No dijo nada del niño muerto y ella
nada preguntó, agradeció a la partera y salió despacio.
En la calle
la esperaba el licenciado Ambrosio, agente del ministerio público. Se acercó
sacudiendo un papel ante su cara: –Señora Rosenda Cheche, está usted detenida
por el homicidio de su hijo. Me tiene que acompañar.
La mujer lo
siguió hasta la agencia municipal, la metieron en una celda y le leyeron la
acusación.
Entendió
poco de la jerga jurídica. El licenciado Ambrosio, le solicitó que firmara su
declaración. Sintió lástima por la muchacha y amablemente le explicó: -la
asamblea de ancianos la acusa de homicidio calificado. En la autopsia de su
hijo, los pulmones se colocaron en un cubo de agua y flotaron, prueba
irrefutable de que el niño nació vivo y fue muerto.
-No se
firmar -argumentó la inculpada-.
Entonces
ponga su huella.
Pasó tres
semanas presa, no la visitó nadie, ni su madre que la maldecía por la vergüenza
que hizo caer en su familia. La muchacha se paraba todo el día junto al
ventanuco con reja y miraba el cielo, buscando a Dios.
La
trasladaron a la capital, Rosenda veía sorprendida por la ventanilla de la
patrulla la algarabía de la ciudad; por primera vez salía de su comunidad y por
primera vez desde el día en que tentó al destino de mujer, sonrió.
Traspasaron
la reja del penal de mujeres y preguntó al policía sentado junto a ella
-¿Adónde vamos?
-Aquí te
vas a quedar, te dieron veinticinco años de cárcel por el asesinato de tu hijo.
Rosenda
Cheche volteó a ver el cielo por la ventanilla del automóvil. La reja se cerró
tras ella.