miércoles, 24 de enero de 2018
CENA DE NAVIDAD 2017
RENACER
CONTIGO
Hoy te pido Señor que en esta navidad vuelvas a nacer en mí,
para que el frío pesebre que llevo dentro se convierta en la calidez que debo
compartir con mis hermanos. Abro las puertas de mi limitada bondad para que
seas libre de actuar en mi corazón. Abrazo tu espíritu con la fe y la esperanza
de transformarme en el ser humano que Tú deseas.
Hoy, despojado de anhelos y afanes humanos me abandono a tu voluntad, para qué, con humildad pueda renacer contigo, ser instrumento de Tu paz y contribuir a fortalecer entre los hombres la llama de Tu AMOR.
Lourdes
Marín Ramírez
Diciembre 22 de 2017
Diciembre 22 de 2017
CARMELO
1955. Los chicos del pueblo jugaban en las polvorientas calles (no
había calles asfaltadas o pavimentadas, a excepción de la entrada al puerto,
otra llamada “el paseo” y el boulevard del río). Al juego lo llamaban béisbol,
aunque no era el que todos conocemos, realmente era un remedo motejado con el
mismo nombre; en la calle se ponían cuatro bases en forma de rombo, la primera
y la tercera iban pegadas a los cercos de madera, y la segunda y el “jom” en medio
de la calle.
Normalmente los equipos eran de cinco jugadores, aunque se podía jugar
con cuatro o con seis, de acuerdo a la disponibilidad de los mismos; En la
defensa uno jugaba pegado a la primera base, otro en medio entre la primera y
la segunda base, otro entre la segunda y la tercera, ellos eran los encargados
de atrapar los rodados y tirar a primera base para poner fuera de juego al
bateador (out); y había dos jugadores que se llamaban jardineros para atrapar
las pelotas que salían disparadas al aire y que llamaban globos. Cuando no
ocurrían los outs se denominaba hit o error según lo acontecido. Como en el
béisbol formal, ganaba el que hacía más carreras. También había accidentes,
pero estos ocasionados en las barridas, ya que a veces el pie descalzo del
jugador se encontraba un vidrio que le provocaba alguna cortada.
Con frecuencia llegaba un chico ajeno al barrio, que vendía muéganos y
merengues confeccionados por su madre para su venta, y Carmelo era el vendedor.
Pedía entrar al juego, y en cuanto había oportunidad se le concedía y pasaba un
buen rato olvidado del negocio al que se dedicaba. Los chicos normalmente
tenían entre diez y once años, pero Carmelo de tez blanca, cabello ensortijado
y ojos claros rondaba ya los catorce abriles. Algunas veces llegaba sin su vendimia
y les regalaba paletas de dulce o caramelos, obsequiados para granjearse el
afecto. Las progenitoras desconfiaban de él, ya que se corría el rumor que su
madre y él, vendían marihuana a la que algunos soldados eran afectos. Los chicos
no ponían atención a las prohibiciones porque Carmelo llegaba a jugar o a
obsequiarles dulces y contarles cuentos como: Caperucita Roja, Blanca Nieves y
los siete enanos, Pulgarcito y varios que a la distancia se han olvidado. Las
madres insistían: es un mal chico, vende y fuma marihuana, es “marigüano”, les
puede pervertir. Pero no, Carmelo solo llegaba a jugar o a contar cuentos
infantiles.
Un día el barrio se enteró que los policías se habían llevado a
Carmelo a la inspección, que lo habían golpeado y torturado con la finalidad
que les indicara donde compraba su madre la hierba. Él dijo que no lo sabía,
fuese por falta de conocimiento o por amor a su madre. Lo soltaron, y llegó al
juego visiblemente demacrado, con moretones en los brazos, las piernas y el
rostro, pero nada comentó aunque era evidente su tristeza. Los chicos se
preguntaban quién era realmente.
Pasó algún tiempo, no mucho. La noticia se leyó en el único diario del
pueblo. Los policías habían sorprendido a Carmelo vendiendo la droga, lo
detuvieron y lo llevaron de nueva cuenta a una mazmorra, donde le atizaron
varios palos para que confesara de donde se abastecía. Carmelo nada dijo,
perdió algunos dientes, y aún ensangrentado siguió recibiendo patadas y golpes
con la cachiporra. Lo sacaron al patio y lo dejaron al sereno y a la luz de la
luna. En la madrugada expiró. Los buenos policías habían matado a un
delincuente capaz de pervertir a otros. Aún lo tengo en el recuerdo.
Enero 9 de
2018
TEMPRANO PARA EMPEZAR A QUERERTE
El ángel es un silencio azul
que se percibe con los ojos.
Homero Aridjis
El cielo te puso en mi camino.
Porque dijo el ángel:
hagan el amor
y el amor se hizo contigo.
Cuando permanezco entre tus
brazos
duermo cobijado
por el párpado azul que nos
protege.
Es un finísimo destello de
cristales
que atraparon
todos los índigos con un beso.
Ahora estoy seguro
tienes una cruz de cenizas en
la frente
antes de ser miércoles
y conocer como realmente eres
esa cruz de cenizas se marcó
en la mía.
El ángel extendió sus alas
un rumor de viento sosegado
pintó de añil el horizonte.
José González Gálvez
Julio de 2005
NOSTALGIA
Empezó
el agrado por los jugos agridulces como la toronja, el limón… luego una
predilección por el pollo asado a las brasas y por la nueces; nuevas
experiencias en gustos.
Se
le ocurrió un día ir al sanatorio donde le hicieron el trasplante de hígado y
requirió los datos de su donante.
Retrocedió
en el tiempo al accidente y a su vida anterior. Proyectó su película, lo
imaginó joven, rubio de ojos café claros, de mirada inquisitiva, de modales
agradables, y de pronto lo sintió en su vida, en su cuerpo, se enamoró de él;
inalcanzable porque pertenecía a otra esfera.
María
del Pilar López González
Mayo
10 de 2017
EL LADO OSCURO DE LA LUNA
El recorrido por la parte oscura duraría solamente una hora. No verían
la Tierra, ninguna onda podía llegar ahí; en ese lapso perderían contacto con
ella.
En los primeros cinco minutos, la mente de Edgar Mitchell estaba tranquila,
luego, empezó a preocuparse, a pensar en su hogar; en su amorosa familia, sus
amistades; su imaginación se disparó evocando recuerdos; sentía que los minutos
eran eternos. Tuvo temor de no volver; el angustioso latir de su corazón
estremecía su cuerpo, la ansiedad se apoderó de su mente, reconoció que tenía
miedo, mucho miedo.
Cuando llegaron al otro lado, por fin, vieron un diminuto planeta azul
en el vasto espacio.
De regreso, emocionado contemplaba las miríadas de florecillas del
jardín más hermoso, bañadas por la dorada luz que reflejaba la luna, deseándole
un feliz retorno.
Yolanda Placeres Heredia
VISITA INESPERADA
Era una tarde de otoño, de éstas donde el sol a pocas tiñe de rojo el
horizonte; tomé del librero una de mis novelas favoritas, sobre la segunda
guerra mundial, y me dispuse a beber su contenido acomodándome lo mejor posible
sobre una butaca en la terraza. Algunos me han preguntado por qué me gusta ése
tipo de literatura, a lo que siempre he dado variadas respuestas: Me interesa saber
cómo el homo sapiens ha sido capaz de desatar los demonios de la barbarie. A
través de sus páginas conozco el sufrimiento de los jóvenes que participaron en
ella, sobre las candentes arenas de los desiertos africanos, o sobre las
heladas estepas de Rusia. Sobre sus páginas se devela la ambición de aquellos
que han tratado de dominar a los demás, mandando al sacrificio a seres inocentes,
algunos de los cuales ni siquiera supieron el motivo por el cuál luchaban. El
susurro del viento me distrajo y comencé a observar los árboles, que
balanceaban acompasadamente sus ramas de las que se desprendían algunas pálidas
hojas. Observé en algunas de las ramas los pajarillos pecho amarillo que los
ornitólogos bautizaron con el nombre de Pitangus sulphuratus, y que buscaban acomodarse
lo mejor posible en sus refugios nocturnos.
Estaba por retomar la lectura cuando llegó ella, de improviso,
inesperadamente, sin anunciarse.
¿Sabría que estaba solo y por eso decidió visitarme? Fue la cínica
pregunta que pensé, pero que nunca formulé, porque me interesaba más
observarla. Ahí estaba delante de mí, altiva y esquiva como siempre, tan bella
como nunca. Fijé en ella mi ansiosa mirada recorriéndola palmo a palmo, tratando
de adivinar lo que no veía. Su belleza siempre me ha impresionado, tanto como
su mirada.
También ella clavó sus enormes ojos en mí y parecía que me auscultaba
detenidamente, como tratando de adivinar qué hacía solitario en aquella
terraza, con un libro sobre mi regazo.
Traté de iniciar una conversación, para preguntarle de donde venía y
que distancia había recorrido para llegar conmigo, me hubiese gustado que me
describiera los paisajes por donde había pasado: el camino, los bosques, las
lagunas, los arroyos los ríos y todas las criaturas con las que había convivido
en su recorrido. Pero sabía que ella no podía articular palabra alguna.
Entonces, mientras seguía allí orgullosa y ufana fui por mi cámara de
fotografías para poder tomarle una impresión y volverla a ver tantas veces como
yo quisiera. Retorné al sitio, con el miedo de que se hubiese ido tan
repentinamente como había llegado. Pero no, aún me esperaba, quizás ella también
anhelara tanto como yo ese momento. Abrí el obturador y apreté el botón de
disparo; ella volvió la cabeza lentamente, primero hacia la izquierda, después
hacia la derecha, mientras yo seguía oprimiendo el botón para tomarla en varias
poses.
Todavía nos contemplamos durante unos instantes, lo digo con orgullo,
ella también me miraba, mientras el sol seguía su recorrido hacia el
crepúsculo. Volví una sola vez mi mirada hacia el astro rey y fue el instante
que ella aprovechó para marcharse. La seguí con la mirada. Guardé mi cámara en
su estuche. Antes de abrir nuevamente mi novela, sentí que era afortunado por
la visita de esa bella lechuza.
Roberto Sánchez Cortés
Diciembre 17 del 2017
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