Era una tarde de otoño, de éstas donde el sol a pocas tiñe de rojo el
horizonte; tomé del librero una de mis novelas favoritas, sobre la segunda
guerra mundial, y me dispuse a beber su contenido acomodándome lo mejor posible
sobre una butaca en la terraza. Algunos me han preguntado por qué me gusta ése
tipo de literatura, a lo que siempre he dado variadas respuestas: Me interesa saber
cómo el homo sapiens ha sido capaz de desatar los demonios de la barbarie. A
través de sus páginas conozco el sufrimiento de los jóvenes que participaron en
ella, sobre las candentes arenas de los desiertos africanos, o sobre las
heladas estepas de Rusia. Sobre sus páginas se devela la ambición de aquellos
que han tratado de dominar a los demás, mandando al sacrificio a seres inocentes,
algunos de los cuales ni siquiera supieron el motivo por el cuál luchaban. El
susurro del viento me distrajo y comencé a observar los árboles, que
balanceaban acompasadamente sus ramas de las que se desprendían algunas pálidas
hojas. Observé en algunas de las ramas los pajarillos pecho amarillo que los
ornitólogos bautizaron con el nombre de Pitangus sulphuratus, y que buscaban acomodarse
lo mejor posible en sus refugios nocturnos.
Estaba por retomar la lectura cuando llegó ella, de improviso,
inesperadamente, sin anunciarse.
¿Sabría que estaba solo y por eso decidió visitarme? Fue la cínica
pregunta que pensé, pero que nunca formulé, porque me interesaba más
observarla. Ahí estaba delante de mí, altiva y esquiva como siempre, tan bella
como nunca. Fijé en ella mi ansiosa mirada recorriéndola palmo a palmo, tratando
de adivinar lo que no veía. Su belleza siempre me ha impresionado, tanto como
su mirada.
También ella clavó sus enormes ojos en mí y parecía que me auscultaba
detenidamente, como tratando de adivinar qué hacía solitario en aquella
terraza, con un libro sobre mi regazo.
Traté de iniciar una conversación, para preguntarle de donde venía y
que distancia había recorrido para llegar conmigo, me hubiese gustado que me
describiera los paisajes por donde había pasado: el camino, los bosques, las
lagunas, los arroyos los ríos y todas las criaturas con las que había convivido
en su recorrido. Pero sabía que ella no podía articular palabra alguna.
Entonces, mientras seguía allí orgullosa y ufana fui por mi cámara de
fotografías para poder tomarle una impresión y volverla a ver tantas veces como
yo quisiera. Retorné al sitio, con el miedo de que se hubiese ido tan
repentinamente como había llegado. Pero no, aún me esperaba, quizás ella también
anhelara tanto como yo ese momento. Abrí el obturador y apreté el botón de
disparo; ella volvió la cabeza lentamente, primero hacia la izquierda, después
hacia la derecha, mientras yo seguía oprimiendo el botón para tomarla en varias
poses.
Todavía nos contemplamos durante unos instantes, lo digo con orgullo,
ella también me miraba, mientras el sol seguía su recorrido hacia el
crepúsculo. Volví una sola vez mi mirada hacia el astro rey y fue el instante
que ella aprovechó para marcharse. La seguí con la mirada. Guardé mi cámara en
su estuche. Antes de abrir nuevamente mi novela, sentí que era afortunado por
la visita de esa bella lechuza.
Roberto Sánchez Cortés
Diciembre 17 del 2017
Roberto, te felicito por tu texto. Me gustó mucho. Gracias por compartir nuestro blog. Un abrazo.
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