1955. Los chicos del pueblo jugaban en las polvorientas calles (no
había calles asfaltadas o pavimentadas, a excepción de la entrada al puerto,
otra llamada “el paseo” y el boulevard del río). Al juego lo llamaban béisbol,
aunque no era el que todos conocemos, realmente era un remedo motejado con el
mismo nombre; en la calle se ponían cuatro bases en forma de rombo, la primera
y la tercera iban pegadas a los cercos de madera, y la segunda y el “jom” en medio
de la calle.
Normalmente los equipos eran de cinco jugadores, aunque se podía jugar
con cuatro o con seis, de acuerdo a la disponibilidad de los mismos; En la
defensa uno jugaba pegado a la primera base, otro en medio entre la primera y
la segunda base, otro entre la segunda y la tercera, ellos eran los encargados
de atrapar los rodados y tirar a primera base para poner fuera de juego al
bateador (out); y había dos jugadores que se llamaban jardineros para atrapar
las pelotas que salían disparadas al aire y que llamaban globos. Cuando no
ocurrían los outs se denominaba hit o error según lo acontecido. Como en el
béisbol formal, ganaba el que hacía más carreras. También había accidentes,
pero estos ocasionados en las barridas, ya que a veces el pie descalzo del
jugador se encontraba un vidrio que le provocaba alguna cortada.
Con frecuencia llegaba un chico ajeno al barrio, que vendía muéganos y
merengues confeccionados por su madre para su venta, y Carmelo era el vendedor.
Pedía entrar al juego, y en cuanto había oportunidad se le concedía y pasaba un
buen rato olvidado del negocio al que se dedicaba. Los chicos normalmente
tenían entre diez y once años, pero Carmelo de tez blanca, cabello ensortijado
y ojos claros rondaba ya los catorce abriles. Algunas veces llegaba sin su vendimia
y les regalaba paletas de dulce o caramelos, obsequiados para granjearse el
afecto. Las progenitoras desconfiaban de él, ya que se corría el rumor que su
madre y él, vendían marihuana a la que algunos soldados eran afectos. Los chicos
no ponían atención a las prohibiciones porque Carmelo llegaba a jugar o a
obsequiarles dulces y contarles cuentos como: Caperucita Roja, Blanca Nieves y
los siete enanos, Pulgarcito y varios que a la distancia se han olvidado. Las
madres insistían: es un mal chico, vende y fuma marihuana, es “marigüano”, les
puede pervertir. Pero no, Carmelo solo llegaba a jugar o a contar cuentos
infantiles.
Un día el barrio se enteró que los policías se habían llevado a
Carmelo a la inspección, que lo habían golpeado y torturado con la finalidad
que les indicara donde compraba su madre la hierba. Él dijo que no lo sabía,
fuese por falta de conocimiento o por amor a su madre. Lo soltaron, y llegó al
juego visiblemente demacrado, con moretones en los brazos, las piernas y el
rostro, pero nada comentó aunque era evidente su tristeza. Los chicos se
preguntaban quién era realmente.
Pasó algún tiempo, no mucho. La noticia se leyó en el único diario del
pueblo. Los policías habían sorprendido a Carmelo vendiendo la droga, lo
detuvieron y lo llevaron de nueva cuenta a una mazmorra, donde le atizaron
varios palos para que confesara de donde se abastecía. Carmelo nada dijo,
perdió algunos dientes, y aún ensangrentado siguió recibiendo patadas y golpes
con la cachiporra. Lo sacaron al patio y lo dejaron al sereno y a la luz de la
luna. En la madrugada expiró. Los buenos policías habían matado a un
delincuente capaz de pervertir a otros. Aún lo tengo en el recuerdo.
Enero 9 de
2018
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