sábado, 12 de septiembre de 2020

CASTILLO DE NAIPES

 



Quizá lo que diré a continuación sea algo de lo que me arrepienta totalmente en algunos años —quizá menos de lo que pienso—, pero son los riesgos del habla y hay que aceptarlos o callar para siempre. Antes que nada: ¿Cómo lograré seguir diciendo algo siendo consciente del carácter fugaz de la verdad? ¿Cómo lograr afirmarme como un hombre honrado mientras mastico un pedazo de pan envuelto en contingencia como si fuese una servilleta? ¿Qué vigencia tienen mis palabras? Y entonces me viene a la mente Horacio y su verdad a medias. En la oda 30 del libro 3 dice: «He dado sima a un monumento más perenne que el bronce y más alto que el regio sepulcro de las Pirámides; tal que ni la lluvia voraz ni el alquilón desatado podrán derribarlo; ni la incontable sucesión de los años, ni el veloz correr de los tiempos.» (Horacio, GREDOS, 2007, pág. 434) ¿Realmente podrá seguir soportando el veloz correr del tiempo? El sentido común nos podría indicar que su sentencia un tanto petulante es cierta. Horacio es un gran poeta, de eso no tengo duda; aquí la pregunta es: ¿cuánto tiempo más seguirá durando su monumento? y si ¿dicho monumento no quedará hecho cenizas con el pasar de los años? Aquí se tratar de especular, solo eso nos queda…

 

Recuerdo cuando leí por primera vez “El inmortal” de Jorge Luis Borges. Fascinado por imaginación y sus enigmas, porque en los cuentos de Borges se esbozan las más bellas y atroces preguntas de la condición humana, y ciertamente dan pie a otras no implícitas en sus textos. Cuando lo terminé me quedé toda la tarde pensando en lo que implicaría la inmortalidad, en el infinito tiempo que queda por delante. Pensé en el infinito por unas horas. En los posibles cambios del mundo, por el inevitable cambio de absolutamente todo. Pensé en los más celebres autores, en los más grandes y sus obras: Cervantes, Homero, Dante, Shakespeare y toda la lista de clásicos que perduran todavía en nuestra época. Pero pienso en un indeterminado número de años y un incognoscible número de cientos o millones o quien sabe cuántos posibles seres. ¿Qué podría pensar un ser de nuestra descendencia en tres billones de años? ¿Cuántos John Milton o James Joyce habrá en la historia de la literatura? Con un tiempo infinito, y suponiendo que la raza humana (o cualquier raza o tipo de ser que nos suplante) y la literatura pervivan, bien podrían ser también infinitos. Y sus nuevos héroes podrían sepultarnos a todos sin siquiera proponérselo; ya que el más ávido sediento de olvido es el tiempo. Y recuerdo a Roberto Bolaño en una entrevista diciendo algo así como «El sol se acabará imbéciles», al principio la risa y luego una inevitable reflexión. Si el sol y los grandes sucumbirán ¿Qué podría esperar de mis palabras? Realmente siento que construyo un castillo de naipes y veo como el aire de unas horas o días lo derriban.  Y aunque mágicamente llegase a ser un grande o mediano, tendría pegado en mi frente y obra una fecha de caducidad. Entonces me pregunto: ¿Para qué? ¿Por qué escribo palabras imperecederas que contienen ideas parciales y posiblemente erróneas?

 

No sería capaz de afirmar que Horacio y su recuerdo mueran en algún momento, es imposible para mí afirmar axiomas en estos momentos de mi vida, y para colmo no me alcanzan los días ni las horas para poder ver pasa con el poeta en billones de años. Y entonces entra en mi ser una sed insaciable, quiero beber de la misma fuente que Marco Flaminio Rufo. Quiero intentar soportar la crudeza de los años solo para observar como las ideas que hoy se nos presentan inexorables y verdaderas sucumben y como nuevas formas se alzan para volver a ser polvo. Pero no puedo, tengo que conformarme con vivir mi tiempo y seguir especulando a ciegas en este preludio a una noche eterna.

  

Quizá la vida no sea más que construir castillos de naipes en el aire, puentes de arena encima del mar. Tal vez parte de la condición humana sea ser como la palabra del niño de seis años, ese habla de cosas que le maravillan y que olvida para siempre a la hora de la comida. Esas palabras que han balbucido con restos de saliva se levantan para no volver jamás. Perdidas sus palabras en el tiempo fueron un sol naciente en su boca y un deleite incomparable en su piel. Duraron lo que dura un suspiro, pero dentro de ese suspiro quizá se esconda un infinito. Un verdadero tiempo sin relojes, un todo resguardado en un instante. Es en este instante las preguntas que deje flotando en el aire no se llegan a responder del todo, y me alegro, porque algunas cosas son más bellas siendo un enigma.

 

Samuel Osorio Ramírez

Viernes 4 de septiembre de 2020

 

2 comentarios:

  1. Interesante reflexión sobre el espacio-tiempo y el quehacer literario. Hace recordar la siguiente frase del libro del Génesis: "En el principio fue el verbo".

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  2. José González Gálvez25 de septiembre de 2020, 18:47

    Un ensayo inteligente sobre el quehacer diario de la literatura. Te felicito Samuel.

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