Hace algunas décadas Chuniápan era una ranchería de cuarenta casas perdidas en la espesura de la selva de Santa Martha. Los añosos árboles a su alrededor proyectaban figuras fantasmagóricas durante las noches de plenilunio, dándole un aspecto lúgubre a este pequeño poblado de campesinos, olvidado por los gobiernos que iban y venían sin voltear a verlos.
Los perros
en el pueblo se contaban por docenas y la crianza de gallinas y cerdos existía
en cada choza, conviviendo con las familias del corral a la cocina y por todos
los espacios habitables.
Como medio
de transporte tenían un caballo que consumía el maíz de la milpa como cualquier
miembro de la casa.
Cuando
regresé a ejercer la medicina cuarenta años después, el pueblo seguía igual de
pobre, sin luz y sin agua potable entubada. El monótono chirriar de las poleas
del pozo se asemejaba al llanto que acompañaba a esta gente en su día a día.
Mi ilusión
era ayudar a mejorar la salud de los campesinos a través de hábitos de higiene
y programas de control natal.
Cierta
noche en medio de una tormenta que parecía interminable, golpearon ruidosamente
la puerta de mi casa, —doctora Lupita, doctora Lupita, se muere mi Chona, —dijo
una voz entrecortada llevando a cuestas su desesperación y su impotencia. Era Nicasio que chorreaba agua de lluvia por
todos lados.
—Aquí
traigo los caballos para que me haga favor de ir a verla, —imploró el marido de
Chona. Comprendiendo la gravedad del
caso, me vestí a toda prisa y estuve lista con impermeable y botas de hule.
Montamos los caballos y emprendimos el viaje hacia El Salto, una ranchería cercana. La tormenta no cesaba y los truenos hacían trastabillar a las bestias, que asustadas, avanzaban por las veredas apenas alumbradas en forma intermitente en cada destello del cielo.
De vez en cuando se escuchaban a lo lejos los aullidos de los coyotes.
Los lodazales despedían un olor agrio, a barro mezclado con excremento de animales; el andar de los caballos se hacía lento.
Después de
una hora de camino, llegamos a la choza; la cera quemada y el humo de las
veladoras dificultaban la respiración.
Llegué
hasta el rincón donde yacía la enferma sobre un petate desgastado y mal
oliente.
—Chona, Chona, ¿me escuchas? —Le hablé fuerte al oído.
Chona
no respondió, estaba agonizando.
Ella ya no
necesita un doctor —dije con tristeza. —Vayan a buscar al sacerdote.
La Chona
“está acabando” —dijo una vecina desde
el fondo de la habitación.
Los perros
que se encontraban echados a los pies de la moribunda, se erizaron
horrorizados. Todos gritaron —¡Están
viendo la muerte!
La gente
palideció, lloraban desesperados e imploraban -- ¡Perdónanos Dios mío! Los
perros aullaban lastimosamente, babeando y con los ojos rojos y desorbitados, mostraban
sus afilados colmillos.
Chona había
expirado
El humo asfixiante del copal, dio la nota fúnebre de lo que ya se presentía.
Las rezanderas recitaron como autómatas: “dale Señor el descanso eterno y brille para ella la luz perpetua”.
Todo quedó en silencio… veintiún gramos flotaron en el ambiente.
El
sacerdote nunca llegó.
Ma. Esther Balcázar Márquez
Junio de 2019
Imagen: Fotografía de Gertrude Duby
U
ResponderEliminarUn relato que resulta en una fotografía extraordinaria. Una muy bien lograda ambientación.
ResponderEliminarUn texto bien construido. Te felicito Tetechita.
ResponderEliminarAdmiro la claridad y contundencia con la que escribes. Me gustó mucho. Te felicito Teté.
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