lunes, 5 de septiembre de 2016



DE SANGRE AZUL


Es un mastín inglés cruzado creo que con caballo, -por su gran tamaño- y a veces pienso que podía ser descendiente directo de su paisano Winston Churchill: gigantón, de cachetes colgados y ¡le encanta fumar!
Como en mi familia presumimos de monárquicos, habíamos tenido al King, al Káiser, y al Duque; pero cortos de diplomacia, a este heredero de Albión le pusimos Zar.
En mi pueblo, el Zar era más famoso que Pluto. Los niños le gritaban “adiós Zar”, cuando por las tardes, caminaba detrás de mi papá, hacia su encuentro diario con el dominó.
La mula de seis sonaba sobre la mesa metálica, -propaganda de Carta Blanca-; Zar entraba a la cocina, se hartaba de las sobras que le guardaban y salía contento relamiéndose los bigotes pringados de sopa.  Echado a los pies de mi papá, reposaba la marea alcalina, -grotescamente llamada mal del puerco-; entonces le ponían un cigarro prendido en la boca y fumaba con ellos.
El día de la boda de mi hermana, con un gran moño rojo a modo de corbata, solemnemente acompañó al sacerdote en el altar; al ver la cara de terror del padrecito, mi hermana le hizo una seña con la mano, y obediente como era, -el perro por supuesto- se fue a echar sobre la cola de novia; por ahí andan unas fotos, testigo de lo que les cuento.
En esos tiempos sólo los ricos tenían coche con clima. Esto viene a colación porque el Zar no podía ver la ventanilla de un auto abierta: dando un salto -seguramente producto de sus genes equinos-, caía cual largo era en el asiento de atrás.
 Al salir de la iglesia y sentirse abandonado, miró rápidamente todos los coches cercanos y surcó de una zancada la distancia de la banqueta hasta las piernas de tres amigas de mi mamá, que llegaron al festejo nupcial con las medias hechas jirones.
También era perro policía, verán: como mi mamá trabajaba en el palacio municipal, el perro por las mañana la acompañaba y cuando veía correr hacia la patrulla a la poli –la buena poli de esos tiempos- se acomodaba junto al chofer. ¿Y los gendarmes?, se preguntarán.  Pues atrás, ya que no había manera de hacerlo desistir de su misión detectivesca

A pesar de su sangre azul –o quizá por eso-, era profundamente servicial. A las ocho de la noche en punto le abrían la puerta de la casa de junto. El hijito de la vecina no se dormía si no tomaba el biberón en el regazo del Zar. Inflamado de paternal orgullo volvía a casa a tiempo de acompañarnos a cenar.

Mi papá enfermó.  Mientras dormía en su sillón favorito su sueño de opio, para paliar el cáncer que le devoraba el estómago, el perro no volvió a separarse de su lado. Un triste día caminó acompañando al ataúd. Cuando volvimos a casa se echó junto a la poltrona de mi papá y puso la cabeza en el asiento. Silencioso, su triste mirada reflejaba nuestros sentimientos.

A la mañana siguiente el Zar se fue de la casa. Nunca volvió. Seguramente continúa viajando por todo el país saltando a la ventanilla abierta de un camión buscando a mi papá.

Marissa Hess
Junio de 2016

    

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