La ansiedad
se instaló precisamente en el mismo sitio que ocupara la tristeza. No había
nada que la distrajera de sus
obsesiones. Asistir al Café de los Milagros los viernes, con sus amigas
parlanchinas ya no era grato y relajante. En ese café acostumbraba reír y
festejar las bromas propiciadas por el “chisme del momento”, también solía
clavar la mirada en las mesas talladas con obras de Monet, Picasso o Dalí
cuando sus compañeras tocaban el tema de los hijos. Los viernes, única tarde
realmente en libertad, la envolvían en una atmósfera alegre y desenfadada. Era
un grupo bullicioso con ironías sobre la vida. Por ello sus queridas
acompañantes no dejaban de verla con cierta extrañeza o conmiseración en esos
últimos viernes. Era ver el rostro de alguien que padecía un mal incurable.
Carlota no había caído en cuenta de ello
hasta que se percató de los “detalles” que le empezaron a llegar por parte de
Marissa, Bety y Lucila: aceites para masajes, inciensos con aromas
reconfortantes, hasta una sesión de masaje con piedras calientes en el
exclusivo spa de la ciudad. Y tales
sutilezas no hicieron más que ahondar su desesperación. Esas mujeres bien
intencionadas, casadas con hombres de éxito del lugar no podían entenderla a
ella que nunca tuvo instinto maternal, ejercía una soltería feroz sin ser
célibe, plagada de viajes por compromisos de trabajo o realización de proyectos
de éxito, ni la familia había logrado atar a ese ser que se movía libre por la
vida. Ahora experimentaba una angustia insostenible al saberse reemplazada.
Decidió recluirse en su espacio. Pasar
tardes enteras sentada frente al ventanal favorito de su pequeño apartamento
después de llegar del trabajo. Acostumbraba abrir de par en par, con la
finalidad de contemplar las rosas de su fabricado jardín, hasta que aparecía
silencioso un gato con destellos dorados en su pelaje. Se detenía siempre a
contemplarla, impasible y sereno. Eso le molestaba, cerraba ventanal y cortina
para volver a sumergirse en sus eternos proyectos de trabajo. Necesitaba
superarse.
Ensimismada, pensaba y repasaba las horas, días, que le dedicara al
Hotel del cual era Gerente. Por los limpísimos y arbolados pasillos de ese
hotel boutique sentía que la traición la esperaba en una vuelta, en un doblar
de la esquina. Mientras verificaba mantelería y cristalería veía un futuro
funesto. La persona recién contratada por los propietarios les aseguraba
tranquilidad y armonía. Hasta su asistente tenía mejores atenciones para con el
nuevo subgerente. Darse cuenta de ello fue el acabose; su salud se quebró.
Fiebres, dolores, colitis, todo medicamento que ingería no le daba ninguna
mejoría. Los médicos no eran suficientes.
Finalmente el día de la Despedida llegó.
No tardó demasiado en vaciar su oficina. No quiso voltear atrás. Demasiada
carga había arrastrado por meses.
Al llegar a su departamento, se sentó en
la poltrona, herencia de su abuela, frente al ventanal que tenía la maceta
llena de rosas. Entonces cayó en cuenta de la pequeña presencia que la
incomodara: el gato altivo que no maullaba, con esa tonalidad verde en la
mirada que parecía reprocharle la ausencia de un amor antiguo, casi olvidado.
Esta vez no optó por correrlo, abrió los cristales diciéndole:
—Tú ganas, pasa. El minino saltó hacía la
mullida alfombra para arremolinarse a sus pies.
Dora
Berenice Paredes Acosta