Coincidimos al
llegar a casa una tarde soleada del mes de abril. Mi primera reacción fue un
gesto de sorpresa y negación. Así lo recibí:
con un rotundo ¡NO! Pero… éste cachorrito blanco de ojos negros, mirada tierna y amorosa en su rostro tan expresivo, se fue integrando
poco a poco ha nuestra familia.
Su temperamento
lo mostró desde el primer día, para delimitar su espacio se le levantó una cerca; pero más tardó en terminarse que en
traspasarla.
Tuvimos incontables visitas al veterinario; desde quedar
atorado entre los barrotes, intoxicado, fracturado o atropellado por algún vehículo, teniendo
como resultado que al correr su
cuerpo se inclinara hacia un lado. ¡Ponle
límites! —decían. La diaria convivencia
y el cuidado hacia él nos cambiaron la dinámica familiar. Cada integrante tenía
un rol específico: los juegos, la alimentación y el aseo.
Protector y
fiel guardián gracias a su postura erguida, su instinto y su olfato maravilloso. El agitado movimiento
de su cola anticipaba que la cercanía de alguien, le era grata y segura; más no
así el feroz gruñido que anticipaba mantenerse a la expectativa y atento a los
movimientos del otro.
Más de una
expresión de temor escuchamos desde su llegada: tener un pitbull en casa es
arriesgado. Te lanzan miradas de miedo.
El mito que se ha creado en torno a ellos ha ocasionado que sea una raza incomprendida por lo que pocos son los que se
acercan y dicen: ¡Qué lindo perro! Y hay quienes dirían: peligrosamente dulce
que al sentir las caricias y juegos de
los niños, manifestaba su felicidad con el constante movimiento de su cola.
Moldear su
carácter dominante y celoso no fue fácil. Al principio colocarle la correa en el cuello era un
desafío: tirando de ella, jugueteando, mordisqueando, girando sobre sí mismo,
jadeante y excitado porque le anunciaba
un paseo.
La
convivencia y relación con otros perros fue difícil; sobre todo si eran de la misma raza, no así con las hembras que al olfatearlas;
demarcaba su territorio con sus potentes ladridos y su mirada se transformaba
radicalmente.
Cada mañana
casi durante nueve años sin importar las condiciones del clima esperaba ansioso
el primer paseo del día; al escuchar los pasos de su amo bajando las
escaleras, el encendido de la camioneta,
brincar con agilidad a la batea y ya una
vez instalado en ella con una postura
orgullosa recorrer la calle y anunciaba con sus
ladridos que el paseo iniciaba, ya era
habitual entre los vecinos, era Axel, el güero, decían otros. Así hasta llegar al malecón para bajar y correr hacia la playa… revolcarse en
la arena, jugueteando y corriendo sin
parar, disfrutando de la libertad, atrapando cangrejos, correteando gaviotas o
en su momento exigiendo a su dueño jugar con una vara.
Al término
del paseo ya extenuado, seguía la rutina
de darle un baño, comer y se tumbaba a dormir
cuidando de reojo su alimento, pero siempre alerta a los sonidos. Por la
tarde la campana anunciando el carro de
la basura, le anticipaba la segunda caminata, orejas azuzadas y postura erguida brincando
hasta alcanzar la correa, permitiendo colocarla en su cuello y al anochecer; de nuevo el recorrido nocturno:
el rondín a la cuadra (para todos
conocidos como el guardián de la colonia).
Esa
disponibilidad de hacer ejercicio
diario, la disciplina y el afecto
esperando una palabra de felicitación o abrazo; contribuyeron a mantener
durante su energía y vitalidad. Rutina diaria que al interrumpirla por alguna situación externa e imprevista, un
viaje o una separación, lo invadía de una tristeza notoria, y la depresión influyó en su
salud.
Paulatinamente al pasar de los años su
comportamiento fue cambiando, dormía más, comía menos, su cansancio y desgaste
físico se hicieron evidentes. Sólo unos pasos... hasta su último paseo. No
pudo superarlo y en un día justamente del mes de abril, Axel se quedó dormido
en nuestros corazones.
Nubia Huicab González
Octubre de 2017
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