lunes, 23 de marzo de 2020

PRESENCIA




La ansiedad se instaló precisamente en el mismo sitio que ocupara la tristeza. No había nada que la distrajera  de sus obsesiones. Asistir al Café de los Milagros los viernes, con sus amigas parlanchinas ya no era grato y relajante. En ese café acostumbraba reír y festejar las bromas propiciadas por el “chisme del momento”, también solía clavar la mirada en las mesas talladas con obras de Monet, Picasso o Dalí cuando sus compañeras tocaban el tema de los hijos. Los viernes, única tarde realmente en libertad, la envolvían en una atmósfera alegre y desenfadada. Era un grupo bullicioso con ironías sobre la vida. Por ello sus queridas acompañantes no dejaban de verla con cierta extrañeza o conmiseración en esos últimos viernes. Era ver el rostro de alguien que padecía un mal incurable.
     Carlota no había caído en cuenta de ello hasta que se percató de los “detalles” que le empezaron a llegar por parte de Marissa, Bety y Lucila: aceites para masajes, inciensos con aromas reconfortantes, hasta una sesión de masaje con piedras calientes en el exclusivo spa de la ciudad. Y tales sutilezas no hicieron más que ahondar su desesperación. Esas mujeres bien intencionadas, casadas con hombres de éxito del lugar no podían entenderla a ella que nunca tuvo instinto maternal, ejercía una soltería feroz sin ser célibe, plagada de viajes por compromisos de trabajo o realización de proyectos de éxito, ni la familia había logrado atar a ese ser que se movía libre por la vida. Ahora experimentaba una angustia insostenible al saberse reemplazada.
   Decidió recluirse en su espacio. Pasar tardes enteras sentada frente al ventanal favorito de su pequeño apartamento después de llegar del trabajo. Acostumbraba abrir de par en par, con la finalidad de contemplar las rosas de su fabricado jardín, hasta que aparecía silencioso un gato con destellos dorados en su pelaje. Se detenía siempre a contemplarla, impasible y sereno. Eso le molestaba, cerraba ventanal y cortina para volver a sumergirse en sus eternos proyectos de trabajo. Necesitaba superarse.
     Ensimismada, pensaba y repasaba las horas, días, que le dedicara al Hotel del cual era Gerente. Por los limpísimos y arbolados pasillos de ese hotel boutique sentía que la traición la esperaba en una vuelta, en un doblar de la esquina. Mientras verificaba mantelería y cristalería veía un futuro funesto. La persona recién contratada por los propietarios les aseguraba tranquilidad y armonía. Hasta su asistente tenía mejores atenciones para con el nuevo subgerente. Darse cuenta de ello fue el acabose; su salud se quebró. Fiebres, dolores, colitis, todo medicamento que ingería no le daba ninguna mejoría. Los médicos no eran suficientes.
     Finalmente el día de la Despedida llegó. No tardó demasiado en vaciar su oficina. No quiso voltear atrás. Demasiada carga había arrastrado por meses.
     Al llegar a su departamento, se sentó en la poltrona, herencia de su abuela, frente al ventanal que tenía la maceta llena de rosas. Entonces cayó en cuenta de la pequeña presencia que la incomodara: el gato altivo que no maullaba, con esa tonalidad verde en la mirada que parecía reprocharle la ausencia de un amor antiguo, casi olvidado. Esta vez no optó por correrlo, abrió los cristales diciéndole:
     —Tú ganas, pasa. El minino saltó hacía la mullida alfombra para arremolinarse a sus pies.

Dora Berenice Paredes Acosta

1 comentario:

  1. José González Gálvez14 de mayo de 2020, 10:03

    A conciencia la frustración y el tedio en la piel de todos tan temida. Enhorabuena querida Dora.

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