domingo, 20 de diciembre de 2020

METÁFORA AZUL

 



Aún percibo

esa tarde añil

cuando te fuiste

dejándome tan sólo

el índigo recuerdo

de tu olvido.

 

Como el tiempo impreciso

el azul me aguarda

en el aposento solaz

de cada día,

en la luna que fiel

a mi ventana

regresa silenciosa,

en el vestigio de vida

que lleva la esencia

de mi sangre.

 

Aún percibo

esa tarde añil

cuando te fuiste

dejándome tan sólo

el índigo recuerdo

de tu olvido.

 

María de Lourdes Marín Ramírez 




RECUERDO




 

CASTIGO


 

ASÍ QUE ME BESES

 



Así que me beses, quiero

Prolongado, intenso

sin ambages, decisivo

Así tus labios en los míos

enérgicos, incalculables

estoicos, en delirio

Así quiero tu saliva

jalea que no ha probado mi boca

indisoluble en mi cuerpo

Así que me tengas

en tus manos, en tus redes

Así que me beses

Como el que no ha besado nunca

 

Martín Cruz Alegría

lunes, 2 de noviembre de 2020

Calavera 2020 a los Bernales

 

 


Despertamos un buen día

con una pandemia encima,

¿complot o estrategia de la muerte?

¿te mueres porque te toca?

O solo por mala suerte.

Se van los “malos”, también los “buenos”

y uno que otro conocido:

ricos, pobres, guapos, feos,

la calaca viene por todos,

sin importar parecidos

 

¡Ay señor Dios mío!

Gritó Pepón al correr,

trataba de escapar una noche

sabiendo que no iba a poder

la muerte dijo: ¡Ven Pepito!

al temeroso escritor

—¡No corras!, ¿qué tanto es tantito?

si ya no tienes un solo lector—

Con la pluma en la garganta

como una traqueostomía

murió el director de los “Bernales”,

la noche se le hizo ese día.

Estampida de escritores

 sin disimulo corrieron

Carolina murió pisoteada

y ni siquiera la vieron.

No respetó género o edades,

tampoco una buena prosa.

La huesuda cargó con todos;

huesos chicos, huesos largos

cupieron en la carroza.

¿fue por covid, infartos o diarrea?

¿o por alguna causa vana?

Todos los Bernales murieron,

ya no hay risas en su cama.

Adiós queridos Bernales,

la gente no los lamenta.

Saldrán a escribir en un año;

se bañan, se ponen guapos

y limpien bien su osamenta.

 

Jorge Malpica Jiménez

 

Imagen: Alec Dempster

jueves, 22 de octubre de 2020

CENIZAS

 


ELEGÍA

 


El pabilo viscoso y macerado parpadeó agónico por última vez. Aquella penumbra era una asonancia entre el azul plumbago y mi delirio.

     No pude contener el llanto, gotas salobres se despeñaron como  ríos de agua amarga… eran fragmentos invisibles de un sentimiento oculto.

     Las manecillas del reloj avanzaron inmisericordes; la Colt 38 quedó atrapada entre mis crispados dedos… una carcajada burlona retumbó en el oscuro túnel sin retorno. Prescribía una vida asfixiada por la insidia y el oprobio.

     El café quemado invadió la sala velatoria y los rezos que invocaban perdón, sonaron a fantasía impronta convertida en réquiem.

 

María Esther Balcázar Márquez

 

Fotografía: Lola Álvarez Bravo

 

VOY A OLVIDARTE

 




DESEO

 


Alas… sólo alas,

para volar hacia el cielo,

y llegar al vórtice

del torbellino

que lleva la vida.

 

Alas… sólo alas,

para llegar al centro del sol

donde descuella

la luminaria infinita

que podrá encender

mi fuego para siempre.

 

Alas… sólo alas,

para impregnar de rojo

el horizonte,

tocar las suaves

plumas de las aves,

y verte apasionado

entre mis brazos.

 

Alas… sólo alas,

para ver el efecto mortecino,

de la vela encendida

en nuestra alcoba,

y saciarme cual último suspiro

en la cóncava

gruta de tu boca.

 

Alas… sólo alas,

para extasiarme

paseando entre mis sueños,

en la penumbra de una noche Parisina,

que miremos los dos

desde una luna,

que con rúbeo color

nuestra pasión encubra.

 

Alas… sólo alas,

para estar junto a ti,

encendido de amor y pasión,

…sólo uno.

 

María de Lourdes Marín Ramírez  

  

lunes, 28 de septiembre de 2020

MI FIEL MELANCOLÍA

 


ESTACIONAL

 


 Por primera vez desde hace tiempo

salí abrigada a ejercitar el alma,

el río amaneció tranquilo, oscuro, en calma

como la piel de una mulata adormecida.

 

Reverenció el otoño y sus excesos,

espero las lunas en menguante

la desnudez del árbol abatido,

transmutación cotidiana interminable.

 

Aguardo tu abrazo apasionado

que me venza como el viento enfurecido.

paciente esperaré el invierno

sobre el pentagrama

blanco y negro de la vida.

 

María Esther Balcázar Márquez

 

Imagen: Fotografía de Bernice Kolko  

MIÉRCOLES DE CENIZAS

 


jueves, 17 de septiembre de 2020

AGUA DE MAR

 


INGENUA

 


Eres como la violeta

que nacida al ras del suelo,

tímida y sencilla

se enamoró del sol;

él le regaló sus campos,

ella le dio su perfume

y ahora olvida de sus hojas,

se está muriendo de amor.

 

Panfilita Chee Reyes

ADIÓS COMADRE




El ring-ring del teléfono te saca del profundo sueño. Aun adormilada tomas el auricular diciendo un apenas perceptible —Bueno. Una voz vieja viola tu sueño en un torbellino confuso: —Tu comadre se está muriendo. — ¿Quién me habla? — ¿Cómo puede morir mi comadre si es tan joven?­—piensas viendo el reloj: son las tres de la mañana.

Pensamientos absurdos van cayendo en un plano más consciente hasta que reconoces la voz.  — ¿Que pasó Malena? ¿Que le pasa a mi comadre? ¿Cómo que se está muriendo si hace poquito estaba bien? —preguntas y te das cuenta del absurdo: como si estar bien hace poquito fuera un antídoto contra la muerte.

—Está en terapia intensiva con una neumonía— responde Malena con una voz sin vida, reflejando el dolor de saber a la madre de su nieta, tu ahijada, en grave peligro. Dicen que es coronavirus y que posiblemente no amanezca.

—Pero es muy joven y muy fuerte—, dices y nuevamente te das cuenta del  argumento, tan estúpido, como Si hace poquito estaba bien.

Algo se  endurece en tu pecho mientras Myrna te sonríe desde la fotografía que les tomaron cuando eran las mejores amigas y decidieron hermanarse haciéndose comadres.

La tristeza te ahoga, los recuerdos se atropellan; dices llorando —mi loca comadre, tan impredecible, tan llena de vida, tan necesitada de amor. Y tan inestable.

Un día no volvió a hablarte, ni a contestar tus llamadas. Era su cumpleaños. Después de la fiesta se distanciaron.

Parecía que Myrna alejaba a todas las personas que quería; como empeñada en guardar un rencor por algo que nunca compartió.

Ahora se está muriendo, lejos, irremediablemente sola, y te deja con el amargo dolor de no entender porque se va sin decirte adiós.

—Adonde vayas te perdono la última ofensa me haces al no poder decirte: ¡adiós comadre, estás media loca, pero te quiero!

 

 Marissa Hess

sábado, 12 de septiembre de 2020

SUEÑO DE ENSUEÑO

 


CASTILLO DE NAIPES

 



Quizá lo que diré a continuación sea algo de lo que me arrepienta totalmente en algunos años —quizá menos de lo que pienso—, pero son los riesgos del habla y hay que aceptarlos o callar para siempre. Antes que nada: ¿Cómo lograré seguir diciendo algo siendo consciente del carácter fugaz de la verdad? ¿Cómo lograr afirmarme como un hombre honrado mientras mastico un pedazo de pan envuelto en contingencia como si fuese una servilleta? ¿Qué vigencia tienen mis palabras? Y entonces me viene a la mente Horacio y su verdad a medias. En la oda 30 del libro 3 dice: «He dado sima a un monumento más perenne que el bronce y más alto que el regio sepulcro de las Pirámides; tal que ni la lluvia voraz ni el alquilón desatado podrán derribarlo; ni la incontable sucesión de los años, ni el veloz correr de los tiempos.» (Horacio, GREDOS, 2007, pág. 434) ¿Realmente podrá seguir soportando el veloz correr del tiempo? El sentido común nos podría indicar que su sentencia un tanto petulante es cierta. Horacio es un gran poeta, de eso no tengo duda; aquí la pregunta es: ¿cuánto tiempo más seguirá durando su monumento? y si ¿dicho monumento no quedará hecho cenizas con el pasar de los años? Aquí se tratar de especular, solo eso nos queda…

 

Recuerdo cuando leí por primera vez “El inmortal” de Jorge Luis Borges. Fascinado por imaginación y sus enigmas, porque en los cuentos de Borges se esbozan las más bellas y atroces preguntas de la condición humana, y ciertamente dan pie a otras no implícitas en sus textos. Cuando lo terminé me quedé toda la tarde pensando en lo que implicaría la inmortalidad, en el infinito tiempo que queda por delante. Pensé en el infinito por unas horas. En los posibles cambios del mundo, por el inevitable cambio de absolutamente todo. Pensé en los más celebres autores, en los más grandes y sus obras: Cervantes, Homero, Dante, Shakespeare y toda la lista de clásicos que perduran todavía en nuestra época. Pero pienso en un indeterminado número de años y un incognoscible número de cientos o millones o quien sabe cuántos posibles seres. ¿Qué podría pensar un ser de nuestra descendencia en tres billones de años? ¿Cuántos John Milton o James Joyce habrá en la historia de la literatura? Con un tiempo infinito, y suponiendo que la raza humana (o cualquier raza o tipo de ser que nos suplante) y la literatura pervivan, bien podrían ser también infinitos. Y sus nuevos héroes podrían sepultarnos a todos sin siquiera proponérselo; ya que el más ávido sediento de olvido es el tiempo. Y recuerdo a Roberto Bolaño en una entrevista diciendo algo así como «El sol se acabará imbéciles», al principio la risa y luego una inevitable reflexión. Si el sol y los grandes sucumbirán ¿Qué podría esperar de mis palabras? Realmente siento que construyo un castillo de naipes y veo como el aire de unas horas o días lo derriban.  Y aunque mágicamente llegase a ser un grande o mediano, tendría pegado en mi frente y obra una fecha de caducidad. Entonces me pregunto: ¿Para qué? ¿Por qué escribo palabras imperecederas que contienen ideas parciales y posiblemente erróneas?

 

No sería capaz de afirmar que Horacio y su recuerdo mueran en algún momento, es imposible para mí afirmar axiomas en estos momentos de mi vida, y para colmo no me alcanzan los días ni las horas para poder ver pasa con el poeta en billones de años. Y entonces entra en mi ser una sed insaciable, quiero beber de la misma fuente que Marco Flaminio Rufo. Quiero intentar soportar la crudeza de los años solo para observar como las ideas que hoy se nos presentan inexorables y verdaderas sucumben y como nuevas formas se alzan para volver a ser polvo. Pero no puedo, tengo que conformarme con vivir mi tiempo y seguir especulando a ciegas en este preludio a una noche eterna.

  

Quizá la vida no sea más que construir castillos de naipes en el aire, puentes de arena encima del mar. Tal vez parte de la condición humana sea ser como la palabra del niño de seis años, ese habla de cosas que le maravillan y que olvida para siempre a la hora de la comida. Esas palabras que han balbucido con restos de saliva se levantan para no volver jamás. Perdidas sus palabras en el tiempo fueron un sol naciente en su boca y un deleite incomparable en su piel. Duraron lo que dura un suspiro, pero dentro de ese suspiro quizá se esconda un infinito. Un verdadero tiempo sin relojes, un todo resguardado en un instante. Es en este instante las preguntas que deje flotando en el aire no se llegan a responder del todo, y me alegro, porque algunas cosas son más bellas siendo un enigma.

 

Samuel Osorio Ramírez

Viernes 4 de septiembre de 2020

 

VIGILIA COMPARTIDA

 


                                                                      Para Solange Vallet

 

Mírame con el abismo

azul de tu mirada.

Despliegue de artificios

ciclo visual que todo lo comprende.

Ahora llevo tu nombre tatuado

en el núcleo de mis huesos.

Es tu cuerpo cubierto

de esperma iridiscente

eructo interestelar de mis pulmones.

Arcángel

diáfana solicitud de vuelo.

 

José González Gálvez

 

VEINTIÚN GRAMOS

      


                             

Hace algunas décadas Chuniápan era una ranchería de cuarenta casas perdidas en la espesura de la selva de Santa Martha. Los añosos árboles a su alrededor proyectaban figuras fantasmagóricas durante las noches de plenilunio, dándole un aspecto lúgubre a este pequeño poblado de campesinos, olvidado por los gobiernos que iban y venían sin voltear a verlos.

Los perros en el pueblo se contaban por docenas y la crianza de gallinas y cerdos existía en cada choza, conviviendo con las familias del corral a la cocina y por todos los espacios habitables.

Como medio de transporte tenían un caballo que consumía el maíz de la milpa como cualquier miembro de la casa.

Cuando regresé a ejercer la medicina cuarenta años después, el pueblo seguía igual de pobre, sin luz y sin agua potable entubada. El monótono chirriar de las poleas del pozo se asemejaba al llanto que acompañaba a esta gente en su día a día.

Mi ilusión era ayudar a mejorar la salud de los campesinos a través de hábitos de higiene y programas de control natal.

Cierta noche en medio de una tormenta que parecía interminable, golpearon ruidosamente la puerta de mi casa, —doctora Lupita, doctora Lupita, se muere mi Chona, —dijo una voz entrecortada llevando a cuestas su desesperación y su impotencia.  Era Nicasio que chorreaba agua de lluvia por todos lados.

—Aquí traigo los caballos para que me haga favor de ir a verla, —imploró el marido de Chona.   Comprendiendo la gravedad del caso, me vestí a toda prisa y estuve lista con impermeable y botas de hule.

Montamos los caballos y emprendimos el viaje hacia El Salto, una ranchería cercana.  La tormenta no cesaba y los truenos hacían trastabillar a las bestias, que asustadas, avanzaban por las veredas apenas alumbradas en forma intermitente en cada destello del cielo.

De vez en cuando se escuchaban a lo lejos los aullidos de los coyotes.

Los lodazales despedían un olor agrio, a barro mezclado con excremento de animales; el andar de los caballos se hacía lento.

Después de una hora de camino, llegamos a la choza; la cera quemada y el humo de las veladoras dificultaban la respiración.

Llegué hasta el rincón donde yacía la enferma sobre un petate desgastado y mal oliente.

—Chona, Chona, ¿me escuchas?  —Le hablé fuerte al oído.

Chona no respondió, estaba agonizando.

Ella ya no necesita un doctor —dije con tristeza. —Vayan a buscar al sacerdote.

La Chona “está acabando”  —dijo una vecina desde el fondo de la habitación.

Los perros que se encontraban echados a los pies de la moribunda, se erizaron horrorizados. Todos gritaron  —¡Están viendo la muerte!

La gente palideció, lloraban desesperados e imploraban -- ¡Perdónanos Dios mío! Los perros aullaban lastimosamente, babeando y con los ojos rojos y desorbitados, mostraban sus afilados colmillos.

Chona había expirado

El humo asfixiante del copal, dio la nota fúnebre de lo que ya se presentía.

Las rezanderas recitaron como autómatas: “dale Señor el descanso eterno y brille para ella la luz perpetua”. 

Todo quedó en silencio… veintiún gramos flotaron en el ambiente.

El sacerdote nunca llegó.

 

Ma. Esther Balcázar Márquez

Junio de 2019

 

Imagen: Fotografía de Gertrude Duby 

POEMA DOLOROSO

 


XI

Astillas de uñas

encarnan los muros,

muros que retienen soledades,

soledades de vómito amarillo,

amarillo de noche interrumpida,

noche asediada de recuerdos,

recuerdos diamantados con tu nombre,

tu nombre, mancha de sangre,

sangre humedeciéndome los dedos,

dedos que añoran

la desnudez de tu vientre.

 

Óscar Dávila Jara

Imagen: Marco Rea

LAS COSAS EN COMÚN

 


Tenemos tantas cosas por hacer

Pero el amor creo que nunca

Te tengo pero no me tienes

Si me tuvieras otra historia sería

 

Tenemos tantas cosas en común

Pero ni tu ni yo el amor

Te amo aunque no estés loca por mí

Y eso es mejor a estar locos los dos…

 

Martín Cruz Alegría

 

DE LA NOCHE SOMOS

 


Caminábamos delicadamente,  y sutil la noche nos observaba, la brisa del mar nos acariciaba y nos sentíamos más vivos, más atraídos, más amorosos.

La noche era nuestra o quizás nosotros éramos de ella. Observábamos el muelle como un túnel por el que te adentrabas, mientras tu cabello bailaba el viento nocturno. Pude contemplar tu silueta delgada, el brillo oscuro que se desprendía de tu cabello. Éramos de la noche.

Y caminabas sin rumbo mirando al horizonte donde descansaban estelas de luz. Caminabas hipnotizada por el ruido del mar mientras te contemplaba, te pensaba, te admiraba.

 El rescoldo de tu recuerdo me queda, mientras observo como te sigues adentrando sobre aquel túnel oscuro, poco a poco hacía el abismo, donde tú ya no vuelves la mirada atrás, donde tu sonrisa a desaparecido, donde tus palabras se desvanecen con el tiempo, donde tus caricias se van alejando, donde tus besos se van borrando, donde antes éramos, éramos  de la noche.


 Emmanuel Parada Huerta

 

Imagen: Emmanuel Parada Huerta  

martes, 18 de agosto de 2020

PRIMERA VEZ

 


—Despacio— dijo Karina y apagó la luz. Intenté ver su tierna desnudez. Fracasé. —Despacio— musitó Karina mientras acercaba sus labios a mi oído. —Despacio Francisco, despacio—. Entonces hundí de golpe la filosa hoja hasta el fondo de su dulce corazón.

 

Francisco Uscanga Castañeda.

TODO DE TI

 

viernes, 14 de agosto de 2020

TALLEREANDO

 TRABAJOS QUE SURGIERON EN LÍNEA COMO RESPUESTA AL “PIE FORZADO” DE UNA FOTOGRAFÍA DE FLOR GARDUÑO.


DELIA HABLA CON LAS FLORES…

 Describo primero el camino que Delia recorre cada día en este pueblo viejo, un camino que es más polvo que arena, un lugar perdido, sin agua y sin viento; caminar es un infame castigo y los que ahí se quedaron a vivir no recuerdan ningún momento feliz que mate el hastío. Delia baja la cuesta ligera, siempre apresurada para ganarle tiempo al sol, debe regresar antes que éste se oculte. Cuando ella regresa es distinto, camina lento, a pie forzado, con la canasta gigante sobre su pequeña cabeza llena de floripondios, cientos de hermosas flores blancas que le dan mucho peso a la canasta. Felipe su hermano menor las llevará temprano al mercado para tener el sustento diario. 

     A Delia la conocí recién llegada a Mitla, era una infanta de cuatro años que apenas pronunciaba palabra. Conmigo aprendió el castellano y poco a poco su familia me la confió para educarla como en las grandes ciudades. Me había animado a aceptar una plaza de maestra rural en ese lejano espacio, y desde mi llegada, el respirar se me hizo complicado, imaginé que había llegado al purgatorio, las altas temperaturas eran de veinticuatro horas, de tal suerte que no podía dormir, por ello creo que no me saqué la lotería. Delia se convirtió entonces en mi motivo y razón vocacional y los resultados fueron maravillosos porque ella era muy inteligente y me hizo sentir orgullosa por mi trabajo. 

     Ahora describo a Delia: es delgada, pequeña de estatura, de piel gruesa y color marrón, disciplinada, trabajadora, educada, prudente, silenciosa, de las mujeres que no se amedrentan. Sus ojos son grandes y brillantes, solo que no sabe llorar, las lágrimas no le fluyen porque la vida no le dio posibilidad de hacerlo. Con diecisiete años ya no es la misma. Sus padres murieron hace tres y desde ahí dejó de sonreír, lleva en su espalda la responsabilidad de su hermano Felipe y sin dote, aquí no tiene futuro. 

     Desarrolló las competencias que cualquier escolar de secundaria desearía tener, aunque para ella ese nunca fue su propósito, en realidad era el mío. Su mayor fortaleza fue el gusto por la poesía, memorizaba rápido y era selectiva con los poetas clásicos y modernistas. 

     La observo diariamente y sé que ese camino que recorre le libera el alma, sus manos fuertes curtidas por el trabajo de campo y tanto sol, tocan sutilmente cada una de las flores con las que habla, y con su movimiento intermitente pareciera que las flores algo le responden, ella simplemente les recita; recita fragmentos amorosos a su diaria carga pesada. 

Edith González Marín

Julio 5 de 2020

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FLORES EN MI CABEZA

 

Vuelo, corro en el campo,

de su aroma mi piel se impregna.

Petricor despierta mis sueños;

las flores dan color a mis sentidos.

Distingo resplandor tras la montaña.

Me saludan golondrinas.

Pétalos se desvanecen entre mis dedos,

sus perfume recuerdan a la niña

descalza entre las espigas,

soltando carcajadas,

platicando con las ardillas,

descubriendo horizontes

y saboreando las delicias

de la fruta más preciada.

Flores en mi cabeza,

que destruyen las tristezas,

recuerdan alegrías.

Caminatas por el río:

inocencia sin igual,

maravillas de la vida,

un tesoro universal.

Se detiene el tiempo

cada vez que te veo, niña,

en ese espejo con flores en mi cabeza.

 

Ana Leticia López Córdova

Abril de 2020

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LA TURBA

 

Llamaré Teresa Aldecoa a quien el dedo acusador tildó de manzana de la discordia. Ocurrió a pleno sol en la primavera del noventa y seis en San Martín, según refiere el relato de Zulema Cantú (a la que nombro así más por ingenio que por discreción) mientras pasaba inadvertida en lo insondable de la turba. 

     Calle arriba, en una casa a dos aguas con rejas antiguas, se oyeron los gritos. Tras abrirse el portón, Sonia Coronel ponía de rodillas a Teresa, la muchachita de rostro fantástico que a diario vendía flores en canasto. Ella apenas tenía dieciséis años, sin embargo, la vida no le había concedido la virtud del habla con la que posiblemente hubiese podido defenderse de sus crueles verdugos. 

     Teresa, huérfana con un abuelo en cama, era de piel morena, ojos color de almendra y sonrisa esplendente. Era bien sabido por todo San Martín que recorría los caminos ataviada de una túnica de manta y con un canasto en la cabeza repleto de floripondios, pero aquel día, el que ya he dicho, sus flores terminaron pisoteadas y la jovencita a merced de la cólera de Sonia, que cambiaba de un color a otro, de un gesto duro a otro más grotesco, sujetándola por el cuello de cisne a la vez que la víctima suplicaba clemencia con la mirada. 

     ¡Maldita perra! se le oyó gritar a la maestra Coronel, la de ojos bayos y lunar cerca de la nariz, herida profundamente por la traición de Teresa a quien tuvo la ocasión de abrirle la puerta de su casa, darle a beber un vaso con agua, servirle comida fresca y a veces entregarle ropa de la que dejó a medio usar algún familiar cercano. 

     ¡Maldita ladina!, y la saliva de Sonia salpicaba el rostro horrorizado de la muchacha indefensa, humillada, con las rodillas quemándose en la tierra, aquella tierra oscura parecida a un trozo de carbón hirviendo. Así que la maestra, en días buenos sacaba a flote su cariño, en los momentos turbios dejaba al descubierto su implacable demonio interior. Entonces, de un afilado rasguño, arrancó la ropa de Teresa Aldecoa, que osó cubrirse en posición de feto, pero le fue inútil porque en el siguiente arañazo, cual animal enfurecido, Coronel le quitó el sujetador que cubría sus senos incipientes. 

     De modo que la gente comenzó a rodearlas, a mostrarse interesada, el lunar de morbosos se tornó del color de la turba, y en medio de aquel sol abrasador, soliviantaron el castigo para la vendedora de flores. Semidesnuda, contó Zulema, la mártir fue llevaba a un poste de luz, amarrada de manos y azotada con un cinturón por una segunda mano despiadada que se unió al castigo. 

     La mala fortuna de Teresa no fue haber nacido en el desamparo, ni vender flores en canasto, sino a su edad poseer una simpatía única capaz de atraer a cualquier hombre rapaz y causar la envidia de las esposas y solteronas. 

     Días previos al asesinato, Sonia Coronel tanteó que su marido, Eleazar Oviedo, se traía algo entre manos. En todo caso, Oviedo aprovechaba la ausencia de Sonia en casa para meter en las sábanas otra mujer. La cama desecha, el olor a un perfume empalagoso que no era el suyo y alguna prenda íntima olvidada la pusieron en alerta. 

     El día que Eleazar le hacía el amor a la otra en la recámara, entró Teresa con su aire ingenuo, oliendo a sol, con la garganta seca. Al empujar la puerta, miró los cuerpos, la desnudez, el engaño. De inmediato la jovencita retrocedió y echó a correr, aunque antes de salir de la casa tropezó y cayó al suelo provocándose una herida en la mano. 

      Zulema continuó relatando: la mujer sujetó a Teresa Aldecoa para que no saliera de casa e inmediatamente la llevó a la habitación secando la herida de la jovencita con la sábana. Las flores regadas y la mancha de sangre en la sábana se le clavaron como alfileres en las sienes a Sonia que tuvo que tomar unas pastillas para tranquilizarse. Después de todo, Eleazar jamás cejó de elogiar la belleza natural de la joven vendedora de flores, incluso, en presencia de Sonia Coronel. 

     Más tarde, Teresa no negaría que la mancha de sangre en la sábana era suya. Difícilmente pudo darse a entender, difícilmente Sonia Coronel pudo entenderlo o lo entendió y quiso hallar un culpable. La sacó de la casa a rastras para ponerla en la picota, tal como eleva el cazador la cabeza de su presa en señal de triunfo.

     La turba enardeció y exigió el castigo más severo para Teresa luego de que Sonia a voz en cuello la acusara de ladrona mas no de mancillar su hogar metiéndose con un hombre casado. ¡Ladrona! ¡Asquerosa ladrona! Y esto más encendió las gargantas de quienes aprovecharon el frenesí para acusarla de la desaparición de alguna que otra bagatela. Cazuelas, ropa de los tendederos, animales de corral, fruslerías que venían ocurriendo en esos días por causalidad en San Martín. 

     Mientras tanto, Eleazar miraba desde la reja de la casa cómo Teresa Aldecoa, húmeda en llanto, sudor y sangre, no dejaba de ser mancillada sin que alguien o algunos hicieran algo para detener el odio de la gente. ¡Quémenla! Se oyó de nuevo decir desde lo impenetrable y avinagrado de la turba y enseguida se abrió paso un enano de rostro adusto para bañarla de queroseno. 

     Y el cuerpo de Aldecoa, su cuerpo púber e inerme, comenzó a arder, a consumirse como papel, como hojarasca, y las flores quedaron convertidas en polvo entre los pies de la muchedumbre sin entrañas.

     A quien he llamado Zulema Cantú en este relato, la única que conoce la identidad de la verdadera manzana de la discordia, jamás se sobrepuso a la enfermedad que la mantiene atada a una cama sin habla y sin movimiento y a la que sorprendió de un día para otro sin haber finalizado la historia. Ahora, años después, el sol primaveral entra por la ventana de su solitario aposento y le ilumina la cara quemándola como el fuego que arrasó sin piedad la piel morena de Teresa Aldecoa.

 

Martín Cruz Alegría 


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SUBLIME COSECHA 

A la llegada de los sofocantes días veraniegos, Murundanga aprovecha el alba y recoge en el jardín su cosecha de graciosos floripondios, de troncos lechosos y grandes hojas, con vistosos matices en blanco y rosa. Los riega con agua fresca y cristalina extraída del pozo cercano y ahí permanecen en la espera.

     Al caer la tarde los deposita en una canasta de mimbre tejido la cual rodea con sus robustos brazos. Inicia el recorrido por los estrechos callejones del pueblo atestados de paseantes que aprovechan la temporada vacacional. Ofrece con ellos atrayentes colores, sutiles aromas y para uno que otro osado, perfumes de melancolía, viajes inimaginables y sueños profundos, abismos de contemplación y muerte.

 

Margarita Lorenzana Nolasco


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